A ti, mujer del Polígono Sur
La Misión de la Esperanza continúa con la celebración de un triduo cargado de fe y de verdad
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Entré en la parroquia de Jesús Obrero convencido de que había estado allí antes, como si de algún modo me hubiera deslizado sobre aquellas losas cuando niño, como si aquel crucificado desfigurado y colosal sobre un discreto sagrario me hubiera acompañado toda mi infancia a través de la imaginación o la lengua vernácula del ser humano, que es el lenguaje de una madre.
La hermandad de mi madre es la O, pero su parroquia es la de un barrio humilde y sencillo de un pueblo del Aljarafe, adonde iba a escuchar misa los domingos con mi abuela y las hermanas. Para entonces ya se estaba rezando el tercer misterio del rosario y mi madre, como si en efecto hubiera retrocedido varias décadas atrás, detenía su mirada en aquella telaraña de hormigón, en esa cúpula sin atractivo aparente, robusta y tosca, en esos muros desconchados y en un altar que no levantaba un palmo del suelo. Sonriendo, me susurraba: "Si es que es como la Fuente..."
No cabía un suspiro más en esa venera encapsulada en el tiempo que era aquella iglesia, que en cualquier momento parecía descoserse en oraciones y en plegarias. Unos por rito, aquellos por curiosidad, otros pura inercia... Allí estaban concentradas infinitas motivaciones. Era algo más que una eucaristía de triduo; suponía la reafirmación de una identidad común colectiva de la que solo nos separa una vía de tren y un parque, aunque parezcan abismos a ras de suelo.
Entretanto, el padre reflexionaba en su homilía acerca de tres mujeres, a quienes procuró dedicar la eucaristía: a la Virgen, a Santa Teresa (a la que queremos mucho aunque su relación con esta ciudad, qué sorpresa, no resultó sencilla) y a la mujer del Polígono Sur, a la que se levantaba cada día "con la esperanza de echar a hervir la olla para el mediodía". En efecto, allí estaban esas mujeres del Polígono Sur que guardaban silencio con los ojos, que examinaban concienzudamente cada palabra, cada detalle y cada gesto. Porque, más que esperanza y soluciones, hemos descubierto que lo que necesitan estos nuestros vecinos es que los escuchen. Ni más ni menos. Sentirse escuchados, sentirse partícipes de algo que es tan suyo como de nosotros. La ciudad, y en su marco, la fe.
A viva pero serena voz todos cantamos la salve, y por un instante se levantó esa "brisa de bonanza" que ojalá augure puertos y tiempos nuevos. Al terminar, dos mujeres hablaban. "Gracias por traérnosla". Y la otra, de la calle Pureza, replicaba: "No, gracias a vosotros por hacernos venir aquí". A sus espaldas, otra vecina, con lo puesto, con los ojos felices pero amargos, quizá con más edad de la que a buen seguro le presuponemos, replicaba a un hermano: "Si está genial que la Virgen venga, pero lo que queremos es que vengáis vosotros, los hermanos..."
El coro volvió a elevar la voz. "Estrella de ojos negros, morena de Pureza..." Mi madre se echó a llorar, y allí que llorábamos todos, bien de alegría, bien de impotencia por no poder echar más mano que una tácita y amiga comprensión. Piel con piel, una señora con el moño recogido, vistiendo su mejor batita, miraba atentamente a dos mellizas recién nacidas y a sus padres, que las presentaban a la Virgen. Y entonces uno comprende que la vida bien debería ser igual para todos. Y no, no una vida feliz; sencillamente una vida vivida, una vida llevadera. En uno de los muros del templo, sobre anchas y blancas cartulinas, algunos niños le habían dibujado a la Esperanza su mejor manto, también de dragones con rotuladores malvas y rojos, y de alfarerías en la cerámica de ventanas herrumbrosas y estancias amarillentas. Uno ha escrito: "Gracias por la familia, porque si se van, no se devuelve. Que sea eterna".
A lo lejos tronó el restallido de una goma a gran velocidad. La parroquia se cerró, pero una luz se deslizaba más allá de aquellas vigas. Una luz que es nuestra. Que es de todos. La luz de la Mujer de todas las mujeres del Polígono Sur.
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