Ignacio Valduérteles
Doctor de la Iglesia y cofrade
Al rey Alfonso X, que nació siendo príncipe y quiso morir siendo emperador, aunque se derrumbasen los cimientos de su familia por aquel Nomadejado, le gustaba mucho conocer las propiedades de los elementos naturales. Especialmente le agradaban las piedras preciosas, en pro de cuyo conocimiento escribió el Lapidario, y en él, dentro del signo de Aries, nos presenta la piedra de imán: “es gran maravilla, que hace venir al hierro contra sí obediente”. Y yo pensaba que la Virgen de los Reyes, “dulce imán de nuestros corazones”, como dice de su dueña la protestación de fe de la Pastora de Santa Marina, es como aquella piedra de imán que Alfonso X descubrió, por los ojos de su padre.
La Virgen de los Reyes atrajo hacia sí los aceros templados de las espadas. Unida a San Fernado en su capilla mortuoria de la Catedral, quiso permanecer, sin perder un ápice de su poder, ejerciendo sublime efecto de atracción a todos los que, desde entonces, la han venido venerando. Ella vence cualquier vacación estival, empuja caravanas y alivia retenciones de los que, al terminar o empezar, o simplemente en medio de sus retiros litorales, se acercan al entorno de la Catedral, donde acaban siendo imantados todos los hierros de nuestras pobres vidas para que Ella rearme lo que en ellas hay de bueno y les otorgue nuevo uso, nueva condición.
No sabía Alfonso X que Ella, la Virgen de los Reyes, era otra piedra preciosa más, la más hermosa, y la más potente y con más brillo. Por eso a Ella, miles de piedras se le imantaron y le formaron corona de oro y de pleitesía, con la que sale, mitrada entre los mitrados, a la calle en la Procesión de Tercia. Déjala ejercer su efecto de imán sagrado. Y si notas que tira de ti, a deshora, en la mañana fresca, en la luz impoluta de su agosto, aprovecha y saca de tu corazón el clavo que más daño te hace. Ella, herradora de oraciones, pondrá en lugar de ese clavo la espiga de su alerce sanador. Déjate, tú también, ser restaurado por María.
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