Ignacio Valduérteles
¿Católicos o calvinistas?
Las hermandades y cofradías siempre han sido asociaciones de fieles muy influyentes. Chaves Nogales lo explica muy bien en sus crónicas sobre la Semana Santa sevillana; pero desde hace dos o tres décadas su presencia social ha adquirido dimensiones extraordinarias. El “estilo sevillano” de organización de la hermandad y de las procesiones se mimetiza, a veces incluso por puntos geográficamente alejados.
No sé si esa mimetización es positiva o no; pero cuando una tendencia no se analiza, simplemente se sigue y deja correr, ésta se corrompe. Así se va extendiendo la idea de que cuantos más elementos se incorporen al patrimonio material de la hermandad; más crezca el número de hermanos, y consecuentemente el presupuesto anual; más salga en los medios, por cualquier motivo, o mayor sea el gasto en caridad, mayor es el éxito alcanzado por la junta de gobierno en su gestión.
Hay un reparo que oponer a esa valoración del éxito: los indicadores que lo marcan son materiales y cuantificables; pero los de una hermandad son de naturaleza espiritual y, por tanto, no cuantificables. Así las cosas, a lo mejor resulta que la hermandad se está deslizando sin pretenderlo hacia una visión calvinista del concepto de éxito.
En el pensamiento protestante, la salvación no depende de nuestras buenas acciones, realizadas desde nuestro libre albedrío, sino de la predestinación de Dios. El trabajo duro y el éxito personal son señales de haber recibido la salvación y la gracia de Dios.
La predestinación anima a la búsqueda del éxito económico como una señal de salvación, fomentando un trabajo incansable, la austeridad y la reinversión de las ganancias, un conjunto de actitudes que Weber caracteriza como el "espíritu del capitalismo". Uno de los indicadores más claros de esa predestinación, como decimos, es el éxito económico o institucional conseguido con esfuerzo, honestidad e inteligencia. Identificable mediante indicadores materiales externos.
Desde esa perspectiva fijar el “éxito” en el gobierno de una hermandad en el aumento del número de hermanos, el enriquecimiento del patrimonio, o la cuantía de la acción social, es descubrir su verdadero sentido.
La Iglesia plantea otro sentido del trabajo y del éxito, también del trabajo en la hermandad: el trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad de la persona, de su dominio sobre la creación; es ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás seres; fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la humanidad.
No sería acertado pensar que trabajo es sólo aquella actividad por la que se obtiene una contraprestación económica directamente relacionada con el desempeño de la misma, sino cualquier actividad que participe en la obra creadora de Dios, susceptible de ser ofrecida a Él en cumplimiento del mandato que dio al hombre de completar la Creación. (Gn 1.28)
El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor, es por eso que las hermandades son organizaciones especialmente habilitadas para el desarrollo de un verdadero trabajo humano. Otorga a los hermanos, de modo especial a los miembros de las juntas de gobierno, la capacidad de autotrascenderse, precisamente porque fijan su éxito y demandan reconocimiento no sólo en logros materiales y cuantificables, sino en su desarrollo humano, en el servicio a los demás y el crecimiento de sus motivaciones trascendentes.
Son dos modelos: uno el expuesto por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo; el otro el que desarrolla la Doctrina Social de la Iglesia.
Las hermandades deben reflexionar sobre su modelo de hermandad, sin dejarse llevar por lo inmediato, por los éxitos visibles y cuantificables, ya que al final del camino podrían encontrarse en un territorio ajeno a ellas.
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