En tus manos
Dios, a la intemperie
Oiremos troncharse la Giralda y estancarse el río, espeso y negro, cuajado de muerte
Tarde de apostolado

Declina la Semana Santa. Van terminando las explicaciones de los padres a sus pequeños en brazos. Los niños compiten por ver quién tiene los bolsillos diminutos llenos de estampas. Las bolas de cera de los primos que se juntan siempre para ver las cofradías han crecido un poco más este año. Y casi se acaban ya las páginas del programa donde, con tanta ilusión, dos mellizas han ido apuntando cuidadosamente cada día lo que veían y las cosas que más le gustaban, componiendo así su propia Semana Santa.
Amanece el Viernes Santo sobre un lánguido horizonte, como no queriendo separarse de la noche honda y fría. Noche vencida por la portentosa fuerza de la Esperanza, que rompió congojas de piedra en la Muralla y salvó las crecidas de abismo que tambaleaban su puente. ¿Puede la luz ser negra? Quizás sí. Dicen que van a matar a la luz. La ciudad lo teme porque, acabada la noche, como en una pesadilla, no puede terminar de despegar los párpados, hasta que la luz escarnecida asoma rota, serena y dulce, tras la espadaña. Es Viernes de mañana amputada, herida por la larga sombra de la Madrugada. La desazón corta el cuerpo de la ciudad, porque el frío de las losas del litóstrotos se ha metido por los pies dejándonos desvalidos, fríamente huérfanos en la ciudad hueca, donde la sombra acecha cada vez más cerca…
Jesús Nazareno atraviesa la tarde abrazado, casi vencido por la Cruz, sostenido en su misericordia. Y, siempre, junto a Él, la mano blanca de la Esperanza, O desprendida del puente, agarradera materna, sello fiel. Caerá pronto, y su mano bendecirá la tierra al asirse a ella, como aquella noche de Belén, cuando llegó para quedarse entre nosotros. Ya no está la sonrisa limpia de Manuel Fernández, pero su bondad y ejemplo de vida permanecen entre los suyos y se queda reflejada en la mirada frágil pero decidida de su Cristo caído. Es Viernes Santo, y la sombra que acecha marca su trazo de muerte sobre el calvario. Resuenan los versos de la secuencia del Domingo de Resurrección:
“Lucharon vida y muerte/ en singular batalla/ y, muerto el que es la vida,/ triunfante se levanta”.
Ráfagas azules y blancas pugnan contra la oscuridad. La debilidad se transforma en portento, y Cristo crucificado ensancha el universo para recibir en su misericordia la conversión del buen ladrón. A esta hora, la luz está vidriosa, rara, como encharcada en un cielo devastado. Así se refleja en la mirada del Cachorro. La sombra acecha el puente, pero él se eleva y asciende llevado por su postrer suspiro, aupado por el Patrocinio de su madre niña.
Entonces oiremos troncharse la Giralda y estancarse el río, espeso y negro, cuajado de muerte. Veremos rasgarse el cielo y cubrirse los pretiles y las fuentes de espuma oscura, porque la luz ha muerto. La Salud crucificada atraviesa la ciudad caminando sobre garras y cardos. Solo queda ya la mirada bordada en oro de la Virgen del Mayor Dolor en su Soledad, o la mirada de la Madre sola, rota, suspendida a cielo abierto. Es entonces cuando la tarde se hunde en su propio dolor, y un muñidor va abriendo paso entre la espesura de las horas postreras. Están poniendo el cuerpo de la luz en su Mortaja, custodiado por dieciocho jirones de la última palabra que quedó prendida en la Cruz. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
El Viernes Santo es un borbollón de misterios de amor. ¿Cómo comprender que ha muerto la luz, el Hijo de Dios, clavado en la cruz por ti, por mí? Somos la razón de sus horas más dramáticas. No hay más. Conmemorarlo puede ser un mero ejercicio de recuerdo histórico, o un encuentro definitivo con nuestra propia existencia, rescatada con la sangre del Amor sacrificado. Dar la vida es el mayor acto de amor posible, porque se entrega todo lo que se tiene. Eso hizo Jesús en el calvario. Por eso hoy veneramos la Cruz, y la adoramos, porque por ella Cristo redimió al mundo. Lo acompañaremos al sepulcro y velaremos su muerte, pero el eco de la Esperanza –esa con la que peregrinamos este año jubilar–, sigue reflejándose en el rostro de su Madre, rota de dolor, pero manteniéndose firme al pie de la Cruz con confianza y serenidad. Por eso quizás también el Viernes Santo aparece como un día cansado pero erguido, elegante, clásico, perfecto.
La pasión y muerte de Cristo sigue actualizándose hoy en tantos que sufren violencia, injusticia, vejaciones, dolor, soledad, porque con ellos padece Cristo y muere con ellos. De igual manera que la luz resucitada del próximo domingo es la que vemos reflejada en la vida de tantos que descubrieron este misterio de amor y decidieron seguir al Maestro. Como Ignacio Pérez Franco, vivo ejemplo –sí, vivo– de que es posible vivir una vida de fe madura, comprometida y alegre desde las Cofradías; entregarse a su Hermandad y dar un testimonio admirable personal, familiar, profesional…; y afrontar la enfermedad con la serenidad y entereza que solo da la confianza en el Amor y la Misericordia de Dios Padre, poniéndolo todo en sus manos, y en la Piedad y Caridad de su bendita Madre.
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