La Virgen de Gabriela
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Y en ese mismo instante, Gabriela, expresando por fuera lo que todos nosotros, adultos, llevamos por dentro, rompió a llorar de manera desconsolada buscando a su madre
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Un paso de palio encendido, a altas horas de la madrugada, en esa dimensión desconocida entre la belleza y la ensoñación, sin tiempo y sin edad, resulta a cualquier retina mínimamente sensible una visión conmovedora, cargada de significado y de presencia, en la que todo confluye en una suerte de armonía inefable. Si arde la candelería, más arde nuestra memoria y su capacidad fotográfica con el deseo ferviente de convertir en infinito el instante, aunque a veces se nos asoma el miedo de que se nos diluya a fuerza de querer recordarlo nítidamente.
Ocurre estos días que de vez en cuando, como un fogonazo, se nos revela ese silencio gozoso y aquella luna menguante de abril por los aleros y azoteas de la calle Castilla. Atrás el Altozano; y conforme caminaba, el paso de palio de la Virgen de la O parecía percutir en otro universo. Entonces se recogió, amaneció un nuevo día y llegó el Domingo de Resurrección. Y si hermoso es un paso de palio cuajado de luces, lo es igual apagado, aún con la cera carcomida, las flores cansadas y la plata salpicada. Hay rumor de fiesta. En el altar, la cruz de Jesús Nazareno es el mensaje inequívoco de la promesa cumplida, y lo que ayer era sufrimiento, hoy es definitiva gloria.
Entonces apareció Gabriela por la parroquia. Gabriela, de apenas cuatro años, aún guardaba en sus ojos grandes y puros, como cristales negros, la ilusión y la plenitud de su primera estación de penitencia completa. Se expresaba radiante, satisfecha, y de la mano de sus padres volvió a su hermandad para besar las manos del Señor, abrochando así una intensa Semana Santa. Lejos de revelarse cansada, Gabriela se acercó a María, una hermana suya, miembro de la junta de gobierno, y con la soberana inocencia de los niños, preguntó si la Virgen volvía a salir ese día, ese mismo Domingo de Resurrección. Con cariño y naturalidad, se le respondió que no, que había que esperar al año que viene.
Y en ese mismo instante, Gabriela, expresando por fuera lo que todos nosotros, adultos, llevamos por dentro, rompió a llorar de manera desconsolada buscando a su madre, sin entender el por qué de tan cruel respuesta... Y tan despiadada espera. Y contemplando sus lágrimas, sus hermosas y benditas lágrimas, nos quebraban en el corazón las palabras certeras que dejó escritas Joseph Peyré, aquel francés viajero enamorado de San Juan de la Palma: "Con toda la ciudad, giraréis alrededor de no se qué vacío de naufragio. ¿Esperar un año antes de volver a ver los camiones descargar las tablas de los palcos y tribunas, antes de sorprender un paso, con sus figuras bajo fundas blancas, a través de una callejuela ¿Un año, antes de ver a la Amargura reaparecer en el umbral de San Juan de la Palma? ¿Esperar un año la vuelta de la fiesta? Toco aquí uno de los secretos de la tristeza de Sevilla, que dura mucho más que la alegría..."
Ese encantamiento, ese llanto de Gabriela (qué lección tan hermosa de tan inmaculada), nos sirve de alimento para el espíritu. Como semillas frágiles, esas lágrimas son mieses en la era de su propia vida, que terminarán granando en los abundantes frutos de una nueva primavera. Así es la vida, Gabriela. Lo que somos de Semana Santa en Semana Santa. Y pronto comprenderás que ese quebranto descorazonador mañana será felicidad sintetizada en una sola palabra: gracias. Gracias por un año más.
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