Ángeles del cielo y del firmamento
Calle Rioja
La Giralda juega al escondite. Es el faro de una ciudad que tuvo puerto de océano y regala visiones muy diferentes como este viaje entre mezquitas desde el Salvador a la Catedral
El monasterio de la Sierra Norte de Sevilla que se ha convertido en una casa rural de ensueño
Álvaro Cunqueiro, al que le han salido dos biógrafos en Sevilla (Manuel Gregorio González y Antonio Rivero Taravillo) dirigió el Faro de Vigo. La Giralda es el Faro de Sevilla. Un Herald hispalense, una auténtica alianza de civilizaciones de los tiempos en los que se hacían cosas antes de perder el tiempo poniéndoles nombres rimbombantes. El Faro de una ciudad que perdió el Puerto de Indias, quedaron los indios de Astilleros, y hasta las puertas por las que se accedía. Cuando ves la Giralda es como saber que estás en casa. Es una sinécdoque de la ciudad. La parte por el todo. Amalio García del Moral la convirtió en un género artístico. Mi vecina Angelines, casi nonagenaria, se ha pasado toda la vida pintándola. Cuando subo a tender la ropa, siempre saludo a mis cuatro torres favoritas: por orden cronológico, la Giralda, la torre de don Fadrique, la de los Perdigones y la Torre Europa, ésta como tributo a Atín Aya (en septiembre se cumplirán 18 años de su muerte), que fotografió ese símbolo de la Expo de un continente abigarrado que ahora va camino de ser amorfo y monocolor.
Ver la Giralda es como cuando de niño desde el autobús veías el azul de la playa aunque todavía hubiera que sortear muchas curvas hasta llegar a tu destino; o de regreso en el tren de tercera sabías que estaba cerca tu pueblo porque a varias estaciones de distancia ya se veían las luces de las casas colgadas en las montañas. Es como jugar al escondite. Una vez entrevisté a un caballero y al preguntarle por su oficio me dijo que era perspectivista. Lo entiendo cuando desde la plaza de Cuba la torre del Oro se ve más imponente que la Giralda. La Turris Fortissima juega al escondite, usa la técnica de los espías listos, los que ven sin ser vistos.
Siempre descubres un nuevo lugar para verla. Algunos son muy sorprendentes. Yo no tengo coche, pero en el cielo de mi patio, parking de estrellas, caben varios aviones. Hay calles en las que parece que está a punto de aterrizar la luna como un trompo lumínico, como un globo en el que Jesús González Green le ha cogido el compás a Aldrin, Collin y Amstrong, los autores de la proeza que profetizó John Fitzgerald Kennedy. Pues igual pasa con la Giralda, que hay calles con las que parece que mantiene una relación de pertenencia. La calle Zaragoza, cuya nueva composición diseñó artísticamente el pintor Ricardo Suárez, es una señora calle que habitaron señoras ilustres: Juana de Aizpuru, María Fulmen. Enriqueta Vila… Una calle hermanada en los helados con Florencia en la que de pronto, a la altura de Viajes Triana, aparece la Giralda.
Te sorprende su visión espectral, como un platillo volante, desde la calle Trabajo, en la barriada Voluntad, como si en vez de subir a la Giralda por sus catorce rampas, la torre con el antiguo minarete bajara como un jefe de Estado, un pontífice o una estrella del celuloide. Un avistamiento como el de Encuentros en la Tercera Fase que me regaló Joaquín Arbide en el paseo que hicimos por su barriada y esa calle de nombre tan laborioso. En el puente del Alamillo, a mitad del trazado de la obra de Santiago Calatrava, entre los edificios Panorama y los remates del monasterio de San Clemente emerge fugaz la Giralda. Como en una foto finish para dilucidar el campeón de una carrera de velocidad o una etapa del Tour de Francia.
El último descubrimiento de la Giralda fue fortuito. Se dio cuenta mi mujer, a la que le gusta mirar hacia arriba, encontrar fechas o resquicios, contrastes y analogías. De la Encarnación a la Catedral es la ruta de las Mezquitas. Un trayecto que según Fernando Gabardón de la Banda hacían antiguamente los habitantes de la ciudad y ahora hacen los turistas. Fernando, sevillano de guardia, siempre con su trívium de bolsillo (un libro, una película, un viaje) se fija en lo que casi nadie ve. El Salvador es la colegiata de los Mendoza (el campanero, que se nos fue no hace mucho, y el arquitecto-conservador). A sus espaldas, el milagro de los panes de Cernuda en Ocnos.
A esta plaza rinden la calle Córdoba, que se rotuló con ese nombre el mismo día que se hizo lo propio con la calle Sevilla en la ciudad califal; la calle Cuna del llorado cine Pathé y el canto del cisne de Jesús Quintero; Sagasta, arteria de la lotería, sin alternancia en el callejero con Cánovas; la Cuesta del Rosario que se funde con Entrecárceles, y Álvarez Quintero, donde fueron vecinos Alfonso Guerra y Carmen Reina en la librería Antonio Machado con Ramón Carande.
No es fácil ver la Giralda desde el Salvador. Hay que situarse a la altura de la Alicantina, el Hermitage gastronómico de Garmendia cuando nadie conocía los secretos de la ensaladilla rusa. Más cerca de Córdoba que de Cuna, hay un hueco en el que se puede utilizar como tiralíneas la estatua de Martínez Montañés que antes estuvo en la Avenida, muy cerca del Archivo de Indias. Pura Pasión. Y se ve como un trampantojo ese Kilimanjaro de la Cristiandad, esta filigrana almohade de remate cristiano ante la que se arrodilló simbólicamente César
Pelli cuando se fue a las afueras para levantar su rascacielos a dos pasos del Cachorro. La Torre Pelli reina en el firmamento de las alturas, pero la Giralda es la reina del Cielo.
Hace muchos años, coincidí con Miguel Pérez Aguilera en el jurado para elegir el cartel del festival de cine de Sevilla. El genial pintor y maestro de pintores no daba su brazo a torcer y se quedó en minoría: creía que apostar por un cartel en el que apareciera la Giralda era insistir en el tópico, en el estereotipo. No le faltaba razón. Pero con la que está cayendo, sólo los tópicos nos van a salvar del cartón-piedra. Sevilla no tiene montañas, el Salvador tiene almonteños adoptivos, la ciudad tiene una torre que es el Faro de cuando el Arenal era primera línea de océano antes de ser cuarta fila de meandro.
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