El asesinato del 'condesito'. Un crimen real en la Sevilla del XVII
El Rastro de la Historia

En la literatura del Siglo de Oro español abundan las obras en las que se retrata la respuesta popular a los abusos señoriales, normalmente ejemplificados con la violación de una mujer y la consiguiente deshonra de su familia. Es el tema central de cumbres del teatro clásico hispánico como Fuenteovejuna, de Lope de Vega, o El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca. Algo parecido a lo que ocurre en estas dos obras, pero a menor escala, sucedió en la Sevilla del siglo XVII con el asesinato de don Perafán de Rivera, joven heredero de los condes de la Torre y perteneciente a uno de los principales linajes de la Sevilla del Antiguo Régimen.
Al contrario que muchos otros asuntos relacionados con la Sevilla de los siglos XVI y XVII -periodo muy estudiado por historiadores y eruditos-, no es fácil encontrar libros o artículos sobre unos hechos a los que, desde el momento mismo en que se produjeron, se les puso evidente sordina debido a la prosapia de algunos de sus protagonistas. En este Rastro de la Historia nos ceñimos al relato de los hechos que el abogado, archivero municipal y cronista de Sevilla don José Sánchez y Vázquez, realizó en 1864. Se basa este en las informaciones facilitadas por las Efemérides del canónigo don Juan de Loaisa. Por su parte, el famoso Ortiz de Zúñiga, como dice Sánchez y Vázquez, "pasa como sobre ascuas" por la historia, al omitir los hechos en su año respectivo, aunque hay una brevísima mención posterior cuando habla de la desaparecida Cruz del Rodeo, donde sucedió "la infeliz y violenta muerte de don Per Afán de Rivera [se escribe junto o separado], hijo único de los condes de la Torre, a quien con inferior canalla empeñó fatalmente la travesura de su juvenil aliento".
La noche del 15 de mayo de 1639, el trío de calaveras formado por el ya mencionado don Perafán, el primogénito del Conde de Arenales y "otro mancebo de estado noble", después de beber y bailar en locales de mala reputación, decidió hacerle una broma pesada al obispo auxiliar don Luis de Camargo, con fama de hombre santo. La broma, como casi todas las calaveradas, es cruel y tonta. Simularon bajo la ventana de su estudio, cerca de la calle Abades, un duelo a espadas en el que uno de ellos cae herido de muerte y pide a gritos confesión. El prelado salió en ese momento a la ventana con la intención de administrar los últimos sacramentos al supuesto desdichado y uno de los jaraneros le propinó varios golpes en la cabeza con una caña que traían de un burdel, agresión que recuerda a las sufridas por el propio Jesucristo en su representación como Ecce Homo. Después de las consiguientes risotadas, el grupo se dirigió a la Alameda de Hércules para continuar una juerga que pronto se transformaría en pesadilla.
Por aquellos años, a la altura de la Cruz del Rodeo (un crucero de hierro con base de cantería que estaba donde hoy las columnas de los leones de la Alameda), existía un horno de pan y bizcochos para los barcos regentado por un tal Navarro, casado y mayor de 40 años. En la entrada de dicho negocio se solían reunir los trabajadores del mismo y otras gentes de las casas e industrias cercanas para departir al fresco, cantar, tocar la vihuela y bailar, con los consiguientes galanteos entre los jóvenes que esas actividades conllevan. El trío de jóvenes antes referido había cogido la mala costumbre de acercarse por allí y, amparándose en su condición señorial, importunar y hacer gracias sin gracia, a "chocarrear", como se decía en la época, especialmente a las mujeres. Ante la humillante situación, que se repetía constantemente, un nutrido grupo de mozos se arrancó contra los calaveras, que se replegaron a la Cruz del Rodeo para tener las espaldas cubiertas en la refriega. Sin embargo, los responsables del horno consiguieron poner paz y orden, conscientes de que aquello solo podría traer desgracias para sus gentes.
La tragedia parecía sorteada y los ánimos calmados cuando, en ese momento, aparecieron en escena un grupo de trabajadores de la seda al mando de Cristóbal de Paredes, inteligente y carismático personaje con gran animadversión a los nobles, toda una institución en la jurisdicción abacial de San Clemente. Vienen de una boda por el barrio de la Feria y el vino ya ha hecho efecto. Cuando se enteran de la situación sacan sus hierros y arremeten contra el grupo de Perafán de Rivera. Ante la situación, uno de ellos, el heredero de los condes de Arenales, emprende la huida y se esconde entre los árboles y bancos de la Alameda. Perafán y el otro compañero, sin embargo, deciden enfrentarse a los sederos con sus espadas. De poco les sirve, el segundo cayó malherido y sin sentido (perderá el uso de un brazo), y el desdichado Perafán murió atravesado allí mismo. Sus cuerpos los encontrará media hora después la ronda (patrullas de seguridad pública de la época).
La Justicia actuó rápido y detuvo esa misma noche a los llamados Navarro y Galindo, que precisamente fueron los que intentaron calmar los ánimos esa noche. De nada les sirvió. El primero fue condenado a la terrible pena de 10 años en las galeras del rey (trabajos forzados de remeros a los que muchos no sobrevivían); al segundo le cayeron ocho años de la misma condena. Cristóbal de Paredes, por su parte, después de esconderse, fue detenido y condenado a muerte. Murió ahorcado en el mismo lugar de los hechos. Los restos de don Perafán descansan en el Monasterio de la Cartuja.
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