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De certeza y plata

galería del olvido

El Lebrija, apuntillando un toro en la Maestranza. / Juan Carlos Muñoz
José León-Castro Alonso

04 de febrero 2017 - 02:31

En el mundo de los toros puede pasar y pasa de todo. Son frecuentes las irrupciones fulgurantes de torerillos que luego se quedan en nada, las retiradas y reapariciones sentidas, consentidas o resentidas, las cornadas que tras parecer mortales permiten al matador reaparecer en quince días, además de estar deseándolo por increíble que parezca, o los puntazos que acaban complicando el pronóstico. A todo ello hoy se une un público, poco entendido y muy apasionado, que más parecen forofos futboleros que aficionados taurinos.

Pero lo que realmente resulta insólito es que un puntillero, alguien que ni siquiera hace el paseíllo, lo que no dejará de resultar frustrante para alguien que cada tarde se viste de luces aunque sea de plata, llegue a ser noticia y merezca la más mínima atención. José Muñoz Falcón forma parte de una saga de puntilleros de los que por trayectoria y buen hacer él se convirtió en figura estelar. Cacheteros fueron su padre, José, su hermano Manuel, muerto en 1962 por un novillo en la plaza de Alcalá de Guadaira, José y Enrique, el menor, su sucesor. ¡Cualquiera se atrevía a entrar en casa de los Lebrija, así apodados todos los miembros de la dinastía, y encontrarse a cada uno de ellos armado con un tremendo cachete en la mano!

José Muñoz fue el titular de la plaza de toros de Sevilla durante 37 años, desde 1965 hasta que en 2002 su contrato fue unilateralmente rescindido por la empresa que regentaba aquella, decisión que, no obstante, fue revocada y fallada a favor de Lebrija por el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. Sus actuaciones, se ha dicho que una mezcla de destreza, valor, arte y oficio, contrastaban con las de muchos de sus colegas a los que despectivamente se les conocía como jueces de guardia porque con sus desaciertos y falta de destreza "levantaban a los muertos". En fin, muchas son las anécdotas que sobre este personaje se cuentan, pero desde luego es unánime la opinión sobre su habilidad y certeza.

Muy conocida es aquella de la vuelta al ruedo que dio en 1966, cuando apuntilló en el ruedo a un toro, Lince de nombre, de la ganadería de Celestino Cuadri, que le habían echado, para variar, al corral a un joven Rafael de Paula. Aquel acontecimiento fue calificado y tachado de grotesco, de bufonada y de absolutamente impropio de una plaza como la Real Maestranza de Sevilla. Debe reconocerse que el suceso no deja de resultar insólito, único y creo poder asegurar que irrepetible en esta plaza, pero más aún lo es que fuera el propio presidente de la corrida, D. Tomás León, reconocido y confeso currista, quien se encargara de legitimar la actitud de Lebrija argumentando que fue unánime la ovación y que si mayoritariamente se hubiera pedido la oreja, él no hubiera tenido otro remedio que concederla. De modo que ya se sabe: Roma locuta causa finita.

Sin embargo, también sería justo traer ahora a colación aquella tarde en que, asimismo devuelto un toro a los corrales y ante la desidia y pasividad de los maestros Curro Romero, Curro Vázquez y el desaparecido José María Manzanares, así como la de sus respectivas cuadrillas, el cabestrero Antonio Gómez, Manolín, sin duda rayando en la temeridad, decidió intentar lo que los bueyes no parecían poder conseguir, de forma que citando con solo una vara en la mano, y hallándose entre el tercio y los medios para de ese modo conducir a cuerpo el toro a los corrales, fue sorprendido por la veloz carrera de éste que antes de llegar a la raya del tercio ya le había corneado en una pierna y arrojado muy cerca de las tablas, casi debajo del estribo, donde finalmente le asestó una feísima cornada en el pecho que nos dejó sin resuello a cuantos presenciábamos la corrida, que ya presentíamos la grave tragedia. No obstante, ninguno de los maestros reaccionó ni siquiera entonces y fue precisamente el de Lebrija el primer capote que apareció para alejar al toro del inerte Manolín, a quien nada más entrar en la enfermería se le administró el sacramento de la extrema unción.

Para valorar mejor la función de un puntillero, siempre recordaré una imagen en la que a un toro, más que reacio a doblar, y a punto de recibir su matador el tercer aviso, Lebrija lo fue acompañando en su torpe y pausado recorrido por los tendidos impares de la plaza, desde la Puerta del Príncipe hacia la actual enfermería. Las opciones eran claras, no había otras: o acierto o cornada, ya que parecía prohibida, o al menos hacía bastante tiempo desterrada, la suerte de la ballestilla que permitía arrojar la puntilla con el toro aún de pie. Lebrija optó por caminar tras él, muy despacio, y cambiándose el cachete de mano, él que era diestro, conectó un cachetazo con la mano zurda que tumbó al toro patas arriba.

Siempre torero pese a sus puntuales y esporádicas intervenciones, acude también ahora a mi mente la relativa semejanza, salvadas obviamente las distancias, entre la foto que ilustra este comentario con una de un aún muy joven Juan Belmonte, con el vestido hecho jirones, el rostro desencajado y rodilla en tierra en la cara del toro, aún sin doblar, e inútilmente tratado de separar de él por su peón y mentor Antonio Calderón.

Piénsese que entre las normas de la reglamentación taurina existe una no siempre escrita según la cual son los toreros los que naturalmente ganan o pierden las orejas en el ruedo, el público quien las solicita o las ignora y el presidente quien las concede o deniega. Pero no menos cierto es que el tino o el desatino del cachetero también ha hecho que en muchas ocasiones las orejas sean más fáciles o más dificultosas en ser pedidas o denegadas. Ésa es la responsabilidad y a veces la gloria oculta, por siempre ajena, de los grandes puntilleros entre los que Lebrija, sin lugar a dudas, ocupó siempre un lugar de verdadero privilegio.

Querido, agradecido y admirado por la mayor parte del gremio taurino, excepto, claro está, por aquellas figuras a las que él con no poca picardía llamaba antisobreros porque jamás se prodigaban con "el sobre". Por lo demás, y a pesar de su carácter seco y parco en emociones, puede afirmarse que José Muñoz Lebrija amó como pocos a su plaza de la Real Maestranza, de la que a menudo comentaba que ante todo era la primera plaza de España y después la mejor plaza del mundo.

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