TRIBUNA

La insoportable pesadez de Adepa

El autor critica la decisión del Ayuntamiento de incorporar a la Asociación de Defensa del Patrimonio en la Comisión Local de Patrimonio por considerarla “desacertada e inconsecuente”

Adepa batalla contra la restauración de las Atarazanas de Sevilla
José Ángel García
Guillermo Díaz Vargas
- Arquitecto

Me llega la noticia de que el Ayuntamiento de Sevilla ingresa a ADEPA en la Comisión Local de Patrimonio. Respiro hondo, y hago un esfuerzo, contra mi propio escepticismo, animándome en aquellos versos de Quevedo: Con razón al silencio llaman Sancho por lo que a veces el callar conviene; pero también hay cosas donde tiene más donaire y primor no callar tanto.

Me quedaré corto si afirmo que la medida es desacertada e inconsecuente, porque lo realmente deseable sería que las susodichas comisiones fueran abolidas. Pero, dado que este arranque de lucidez política no parece esperable, lo fundamentaré en otra ocasión, tras intentar justificar la improcedencia de esta resolución del Ayuntamiento.

Yendo al grano: la consideración municipal de ADEPA como asociación de defensa del Patrimonio es una aceptación acrítica, arbitraria, irreflexiva e infundada, de su autotitulación como tal por parte de sus fundadores.

ADEPA no es una asociación de defensa del Patrimonio, sólo porque ella lo diga en su escritura inscrita en un registro, algo que no tiene más valor que una declaración de intenciones.

La iniciativa municipal viene a funcionar en la práctica como reconocimiento legal de un título y una autoridad que están por ver, que a las personas físicas sólo se podrían otorgar oficialmente por un examen de Estado específico, y no por criterios políticos tan cuestionables como los que aduce el Ayuntamiento.

Con esta decisión la Corporación da carta de naturaleza a una doctrina sobre la materia que coexiste en la comunidad municipal en controversia con otras, a las que el Consistorio discrimina. Una asociación no es lo que dice ser sólo porque ella lo diga, ni tampoco porque un ayuntamiento se lo conceda.

Como puede demostrarse, bajo su proclamación fundacional en defensa del patrimonio, lo que se profesa es una pretensión de monopolio institucional de esa defensa, y del saber que a la protección del patrimonio debe aplicarse, un saber ausente de autoridad reconocida para dictaminar ni pontificar sobre esa materia. ADEPA es a la protección del patrimonio lo que un curandero es a la Medicina.

En efecto: ¿De qué hay que proteger al patrimonio? Para ADEPA, de actuaciones, digamos “inapropiadas”. Pero ¿No hay todo un entramado institucional jurídico-administrativo que determina las normas reguladoras de las actuaciones y vigila, caso a caso, su aplicación? La fundación de ADEPA implica, directamente, una desconfianza ofensiva -demostrada, además, en cada una de sus actuaciones- hacia las administraciones públicas competentes en la materia, y unas ínfulas de soberbia y dogmatismo, inaceptables. ADEPA se autoinviste de una autoridad y de unas competencias, sin cuya benefactora vigilancia, la administración no podría ejercer correctamente sus funciones.

Por otra parte ¿Qué puede ser, si no, esa Asociación de Defensa del Patrimonio de Andalucía? El Patrimonio de Andalucía está preservado (mal, esa es otra cuestión), por las leyes del patrimonio histórico español y del patrimonio histórico de Andalucía. Pero todo ciudadano puede alegar o recurrir cualquier acto de la Administración que considere, con fundamento razonable, que vulnera la legislación vigente.

El que algunos no se conformen con actuar anónimamente cada vez que lo estimen necesario, sino que monten una asociación proactiva con tales fines, tendría un sentido práctico muy loable si su actividad se dirigiese a obtener recursos privados, e incluso a aportar fondos de su propio peculio para la protección y salvaguarda de tal o cual edificio, o mejor aún, a hacerse cargo de su rehabilitación y posterior mantenimiento.

Pero cuando el objeto de la asociación se limita a proclamar a los cuatro vientos su ardor patrimonialista, para imponer sus criterios, por encima de los preceptos legales, a proyectos ajenos y a cargo del dinero de otros, resulta de película de Berlanga. Y entonces podemos afirmar, sin temor a errar, que el sentido y fines de la asociación resultan ser muy distintos de los declarados en la inscripción.

Es obvio que la finalidad de ADEPA no es otra que destacarse por encima del resto de los ciudadanos y autoproclamarse paladín de la conservación del patrimonio, arrogándose, por añadidura, una autoridad de carácter dogmático sobre la materia, que no tiene más razón de ser que cierta tendencia popular al papanatismo –posible residuo de nuestra picaresca– que en torno a algunos asuntos alcanza a todos los estratos sociales y corporativos, políticos y jueces incluidos (no todos, por fortuna, pero sí demasiados, por desgracia).

Con esta invitación el Ayuntamiento otorga confirmación a la tesis fundacional de ADEPA, es decir, la discapacidad, teórica y práctica, de las propias administraciones públicas, para la definición de los criterios y normas que han de aplicarse en materia de conservación y protección del patrimonio; y el designio de reclamar y obtener la radicación de esa capacidad en ADEPA.

De ese modo, el Ayuntamiento, presa de una especie de administrativo síndrome de Estocolmo, simpatiza con su usurpador, le honra, ensalza y reverencia, y se le somete, elevando a dogma el credo de ADEPA, e instituyendo a esta asociación a modo de Santo Oficio, depositario de esa doctrina de la fe.

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