En memoria de un paisano del almirante Bonifaz
calle rioja
Ausencia. Pedro era el alma de la Velá del Carmen de Calatrava y ha muerto en la festividad de la patrona de los marineros que en Sevilla se multiplica
Se ha muerto el día del Carmen. Vivía en la calle Calatrava. Era un brazo de mar cuando llegaba la Velá del Carmen de Calatrava, que en días de menos Sáhara urbano hizo la procesión fluvial con pueblo y solemnidad. Nos hemos saludado cientos de veces. En el garaje de la calle Crédito, en los veladores de la Norte, en Carrefour o en el chino de Li y Mao en la calle Calatrava. Tenía 53 años recién cumplidos, deja una mujer muy competente, hermosa, y una familia estupenda: un hijo mayor y dos mellizos, con los que cientos de veces nos hemos cruzado en el traslado al colegio por la calle Lumbreras.
Hasta horas después de su muerte no supe que se llamaba Pedro ni que era de Burgos. Que tenía un camión lo supe en la panadería San Bruno. Me lo dijo Carmen, la mujer del capiller del Gran Poder, porque la noticia se ha extendido como la pólvora por todo el barrio. Acababan de regresar de Cancún y la muerte le estaba esperando. La noticia de su muerte me la dio, totalmente desconsolado, uno de los dos hijos de Angelita, los que trabajan en el estanco de la Alameda.
El sábado 16 era día de Cármenes por doquier. El arzobispo presidió la función solemne del Carmen Doloroso en la parroquia de Ómnium Sanctórum. El Carmen de San Gil procesionó por las inmediaciones de la Basílica. La noche del viernes, con cuarenta grados en los termómetros, parecía que toda la población de Sevilla que no había huido a las playas estaba concentrada en la calle Parras para esperar el paso de la Virgen. La calle era una pura Carbonería, como si el negocio de Luis Astola se hubiera extendido desde Relator hasta Escoberos. Algarabía en la casa que fue de Enrique Pavón, el de los derribos. El verdugo de Sevilla, que le llamó Romero Murube, consuegro de Manolo García, ex munícipe, ex placero y ex hermano mayor de la Macarena. En la plaza de San Gil todavía se puede leer en un estandarte Fénix de Hermosura.
No es que la amistad esté sobrevalorada, pero a las ciudades las sostiene un anonimato de afectos y cortesías. Ya no puedo sentarme con Pedro para que me cuente su vida mientras Alfonso, el camarero pintor de la Norte, nos sirve un par de cervezas. Se llamaba como el párroco de Ómnium Sanctórum y como el hermano mayor del Carmen de Calatrava. Este Pedro había venido de Burgos, como Pablo del Barco, el pictopoeta con el que compartía festividad en el santoral.
Este domingo de julio dimos un paseo por la plaza del Museo. Los pintores callejeros a solas con sus cuadros y media docena de curiosos. En una mesa, junto a útiles de pintura, un libro de Manuel Leguineche, La tierra de la felicidad. En los cuadros de este artista se repite un motivo. Un hombre solo perdido en la inmensidad del azul del mar. En una esquina se lee Zahara de los Atunes. Homenaje a Bach. Yo veía a Pedro caminando por esa playa, tan distinta de las de Cancún, entre música de Bach interpretada al órgano en la iglesia burgalesa de Covarrubias, donde está la estatua de una princesa noruega y se apaga el hambre con la olla podrida.
Me gustaría que él supiera de mí tan poco como yo sé de él, y que supiera de qué forma su ausencia ha desbaratado por completo la armonía que implica la más revolucionaria de las revoluciones: la de la rutina, cuando las cosas están en su sitio. Hemos visto crecer a nuestros hijos y a los de los demás; el mayor ya conducía. En la calle donde coincidían nuestros anonimatos compartimos la complicidad del final del estado de alarma, que nos lo ha recordado esta ciudad deshabitada que se borra cuando aprietan los calores. Ahora que sé cómo se llama no volveré a cruzarme con él. Un castellano en Sevilla, como tantos, empezando por el rey Fernando.
Los novelistas se inventan vidas ajenas. Los periodistas nos inventamos vidas próximas, aquí mismo, entre el chino, el estanco y la panadería. Y esa ermita del Carmen, Santa Cruz del Rodeo, tan castellana en sus formas como la procedencia de Pedro. La tórrida ciudad sin piscinas ni cines de verano, cambio solana con Resolana por fiordo con aurora boreal, despide a uno de sus hijos. Compartíamos el cartero que reparte la correspondencia por la calle Calatrava, la entrada desde el río hasta la Alameda. La Arcadia de esta baja en el día del Carmen, la patrona de la calle, protectora de los marineros. Pedro era paisano del almirante Ramón Bonifaz, aquel burgalés que rompió el puente de barcas y ahora escolta a su rey, San Fernando, en la estatua ecuestre de la Plaza Nueva.
Sevilla es navegable a partes iguales en las risas y en las lágrimas. Pedro era un tipo fuerte, planta de gastador, alma de cosario. La muerte se ha vuelto muy exquisita y no le gustan débiles. Con permiso del pintor o pintora de la plaza del Museo, me lo imagino escuchando a Bach por Zahara de los Atunes, provincia de Burgos, haciendo el trasvase del Guadalquivir con el Ebro por Miranda y por Aranda con el Duero.
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