Tolerar la agresión al trabajador sanitario es política
El autor lamenta un fenómeno al alza favorecido por el culto contemporáneo a lo inmediato y blanqueada por cierta corriente de pensamiento sociosanitario

El tema agresiones a trabajadores sanitarios suena a muchos a algo lejano, sobre lo que se exagera un tanto. A fin de cuentas, todos perdemos los nervios alguna vez que otra. No es raro, por tanto, que, en esas, se nos escape un insulto o una amenaza más o menos abierta.
Así lo interpretan con demasiada frecuencia los tribunales de Justicia en las raras veces en que se denuncia. Aunque la víctima se lleve una bofetada o dos. Total, no ha habido consecuencias, ¿verdad?
La agresión al trabajador sanitario es un fenómeno tan al alza, que corre el riesgo de ponerse de moda. Una moda favorecida por el culto contemporáneo a la espontaneidad, a lo inmediato, y blanqueada por cierta corriente de pensamiento sociosanitario que nos atribuye a los médicos (un segmento minoritario, aunque significativo de los trabajadores sanitarios) buena parte de la culpa de lo que nos pasa: "tenéis que mejorar vuestras herramientas de comunicación".
Cualquier reflexión acerca del problema cae al fin en el pozo de las lamentelas. Una más. Y me prometí no decir una palabra más al respecto si no intentaba abandonar la inutilidad de la condena moral. Hay que ver el asunto desde otro punto de vista.
El del trabajador sanitario, por ejemplo. Ante la escasa sensibilidad social y, peor aún, de los responsables políticos y sanitarios hacia el tema, hace tiempo que el sufrido trabajador de bata blanca ha emprendido la más lógica de las actitudes: poner pies en polvorosa. Los listorros, dejando la bata para atrincherarse en cargos de gestión. Los viejos, buscando una baja tras otra hasta conseguir la ansiada invalidez. Y los jóvenes, al fin, a través de la huida de las zonas calientes, bien cambiando de especialidad, de destino o incluso de país.
El caso es que Atención Primaria, verdadera zona comanche de la injuria y la patada, empieza a tener más huecos en la reserva que indios que la curren.
¿Qué esperaba, pues, la ciudadanía? ¿Vocación a prueba de balas para recibir gritos, insultos, amenazas o puñetazos? ¿Vocación cristiana de poner la otra mejilla y acudir al día siguiente puntualmente al trabajo, a sabiendas de que allí en la puerta te vas a encontrar a tu agresor, sonriente, espetándote algo así como cuidado conmigo, que ya sabes cómo las gasto?
La ciudadanía debe saber que la tolerancia de facto social, cultural, administrativa y política con la agresión en medio sanitario le afecta. Y lo hace en el sentido de que hace invivible un servicio público esencial. Y al hacerlo así, lo vacía de un cuerpo profesional bien formado, ansioso de ofrecer talento y energía a su servicio. Tiempo tendrá sin duda la ciudadanía de añorarlo, cuando este cuerpo profesional sea sustituido, a trancas y barrancas, por otros profesionales cuya formación no esté tan garantizada y cuyo dominio de la lengua sea más epidérmico.
La ciudadanía debe saber, además, que los responsables políticos y administrativos disponen de una amplia batería de medidas efectivas para reconducir la situación. Desde mayor presencia de agentes de seguridad en zonas de alto riesgo hasta reorganización de los consultorios a fin de que no se conviertan en ratoneras.
Medidas que, como muchas otras, no se llevan a cabo por dejadez, negligencia, un miedo incomprensible a emplear un lenguaje efectivo y, a la postre, pasotismo ante un problema que parece confinado a áreas que muy rara vez pisa el responsable político o sus familiares: el área de urgencias de los grandes hospitales o los consultorios de Atención Primaria de ciertos barrios.
Pero no lo duden: permitir la agresión es una política sanitaria concreta. Una especialmente perjudicial para los menos favorecidos.
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