Calle Rioja

Como un torero al otro lado del telón de acero

  • Apoteosis. Hijo del Tamarguillo y juglar del Guadalquivir, José Manuel Soto vivió su gran noche, el cantante que con adictos y detractores a nadie deja indiferente

Actuación del cantante José Manuel Soto el pasado martes en la plaza de toros de la Maestranza.

Actuación del cantante José Manuel Soto el pasado martes en la plaza de toros de la Maestranza. / José Ángel García

NACIÓ el año de la riada del Tamarguillo y de la construcción del muro de Berlín. “Es el George Brassens de Heliópolis”, le decía yo al arquitecto Honorio Aguilar, que se sabía de memoria casi todas las canciones de José Manuel Soto (Sevilla, 1961). Todos los caminos que rodeaban el coso de la Maestranza llevaban a este cantante. Arfe y Adriano eran concentraciones de tentempiés antes del concierto. El verbo de moda es extrapolar, pero no era noche de extrapolar nada. Ni un martes de ninguna resaca. El lunes de resaca fue un invento del Poeta, José Luis Ortiz Nuevo, el concejal de Fiestas Mayores del Ayuntamiento de Sevilla nacido en Archidona, un regate al tiempo que se cargó el nuevo formato de la Feria tras el referéndum de Juan Espadas. El último que ganó antes de derrotar a Susana Díaz en pírricas primarias.

Tiempos nuevos para tres horas de José Manuel Soto con políticos nuevos: el alcalde Antonio Muñoz y “el hombre de moda”, en palabras de Soto para referirse a Juanma Moreno, recibido como un cátedro en el arte de Cúchares. Hay mucho voto oculto, extrapolando, entre los seguidores de José Manuel Soto. La plaza se llenó y ni el Giraldillo se lo quería perder.

Sus canciones desmienten los prejuicios hacia el cantante. En la fila 10 del tendido 3 había cuatro hombres. Sus respectivas ocupaban los mismos asientos de la fila 9. Dos compartían euforias gestuales, un tercero no dejaba de grabar todo y el cuarto, más concentrado, parecía que estaba rezando las canciones del oficiante. Sus parejas se desgañitaban de puro entusiasmo. Algunos lo verán como una estampa del heteropatriarcado cuando formaban una perfecta simetría de armonía. Una especie de Siempre Así sentados como público de El Hormiguero.

Soto llega al corazón de la gente con una voz endiabladamente personal. No se dejó llevar por los telediarios ni por las tertulias. Reparte adictos y detractores porque le gusta montar a caballo, es muy partidario de las señoras hermosas (la suya muy por delante del resto), dice lo que piensa sin temor al impacto bursátil de lo políticamente correcto. Las emociones no tienen ideología: la evocación de su madre, su presencia en su memoria del niño, está en las canciones de Soto, en los poemas de Luis García Montero, en las películas de Garci y en las novelas de Sandor Marai.

Para los que lo descalifican con el rapapolvo del apriorismo, deberían saber que detrás de este Soto hay un alma de Acosta y Saborido, los tres sindicalistas sevillanos del Proceso 1001 de cuya detención en un convento madrileño se cumplieron ayer cincuenta años. José Manuel Soto fue uno de los pocos cantantes que se enfundó un mono de Santana Motor cuando los trabajadores de la factoría automovilística de Linares, laminada por un constipado industrial en Japón, iniciaron una larga marcha desde la patria chica de Andrés Segovia y Carmen Linares hasta Sevilla para defender sus reivindicaciones. Ahí estaba Soto, el facha de Soto, el señorito de Soto, el reaccionario de Soto, haciendo suyo el poema de Miguel Hernández, con los aceituneros altivos transformados en mecánicos, fresadores, gruistas o ingenieros de automoción.

Dice que es un cero a la izquierda bailando, pero allí tenía al respetable, tanto en el albero como en los tendidos, convertidos en un acordeón humano al dictado de sus melodías. Casi siempre amables, cordiales, con alguna canción a un amor desesperado con permiso de Neruda. La amabilidad en tiempos de crispación es una virtud revolucionaria y desde ese punto de vista Soto es un bolchevique de la cortesía. Con su retranca del manque pierda. Tiene alma de pirata, como el Francis Drake paisano del inglés de Plymouth que dirige la Orquesta Sinfónica de Málaga y vive en Palomares del Río.

Once años después, ya no están algunos de los que le acompañaron en el concierto del 21 de junio de 2011. Otra noche de resaca electoral. Se fueron Pascual González (en la Maestranza vimos a Juani, su amigo del alma, su cómplice), Rafa Serna y El Mani. Todos esperaban Por ella. La Penélope de este admirador de Serrat orgulloso de ser español, de la España de “Camarón y de Sabina”. La España de San Fernando y de Úbeda. Lo ha dicho alguna vez Antonio Burgos: la identidad española se construye con los restos de la andaluza. Pura sinécdoque, palabra muy fea para meterla en una canción, muy precisa para llamar a la parte por el Soto. El cantante que nos representó en una edición del festival de la OTI, apadrinado por Gonzalo García Pelayo, y que es el más importante de los figurantes de las hilarantes novelas de Julio Muñoz el Rancio, ese Dashiell Hammet de Bami que inmortalizó la regañá y el palodú.

Le dio sitio a sus hijos, que siguen sus pasos. El de este vástago del Tamarguillo que se hizo juglar del Guadalquivir, secuela del Berlín dividido, como un torero al otro lado del telón de acero, y que vivió la edad dorada de la movida sevillana, desde los pintores de la Máquina Española a las medias caídas de Gordillo, de la galería de Juana de Aizpuru a las sevillanas de Romero Sanjuán, de las maquetas de Cruz y Ortiz al encuentro de Távora con García Márquez. De Silvio, de Dogo, de Azabache, de Raimundo, de las películas de Juan Lebrón y del patio de San Laureano.

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