La verdad de ruan

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La verdad de ruan
José León-Castro Alonso (Catedrático De Derecho Civil)

11 de febrero 2017 - 02:33

En muy raras ocasiones Sevilla sabe esperar. Pero cuando encuentra y acepta a alguien a quien cree merecer, lo hace suyo para siempre. Ocurre, sin embargo, que eso no es un título gratuito ni una interesada concesión, por lo que no debería entenderse de forma unilateral sino, muy por el contrario, ser apreciado como algo recíproco. Lo digo porque Rafael Duque, oriundo de la serranía onubense, del coqueto pueblecito de Zufre, se afincó desde su juventud en Sevilla, a la que sin duda alguna supo siempre tomar el pulso y valorar con su habitual agudeza. Enemigo acérrimo de la cordialidad al sevillano modo -esa que tan bien se resume con la palabra ojana- nunca le concedió acomodo en el equipaje que eligió para su viaje ni por la ciudad ni por la vida. Como ya pude afirmar en otra ocasión, ir por derecho con la verdad por bandera fue siempre su lema más distintivo.

Mi relación con él fue algo tardía, pero desde luego enriquecida con una muy sincera y profunda intensidad, casi se diría que un auténtico flechazo de amistad. Ciertamente yo conocía al Rafael Duque hermano mayor y al abogado, pero claro está sin la intimidad que más adelante nos llegamos a otorgar. Esa distancia y frialdad que a menudo se le imputaba en el trato cotidiano me fue allanada desde el primer instante y a partir de ahí mi admiración por él siempre caminó pareja a mi cariño. Existía entre nosotros una gran variedad de temas y aficiones comunes que alimentaron pronto una afinidad y, sobre todo, una complicidad que a no pocos les llegaba a escocer en lo más profundo. Eran tantos los que quisieron acercarse a él, movidos por los más variados propósitos, cuantos hubieron de soportar la justa medida de una sagaz selectividad para sus amistades. Reconozco que en eso yo fui un verdadero privilegiado, pues desde nuestro primer contacto me distinguió con su cercanía y su afecto.

Esporádicamente, sin abusar nunca, nos consultábamos los temas profesionales que nos ocupaban, conocedores del dogma platónico de que "la confidencia corrompe la amistad, el mucho trato la consume y el respeto la conserva". Pero es que curiosamente nuestros maestros, D. Juan Moya y D. Alfonso Cossío, se profesaban una estrecha amistad y consideración que parece nos hubieran legado a nosotros, discípulos cada cual en su plano. Esa faceta del Rafael Duque abogado o más, jurista de cuerpo entero, para muchos desapercibida, maldimensionada, o desvirtuada, puedo asegurar que fue tan demoledora como ejemplo de honestidad y, conmigo, podrían así corroborarlo un puñado de colegas y jueces sevillanos.

De las charlas, formales o banales, que manteníamos con frecuencia, me lucré tanto como para sembrar sin proponérmelo la inquina de no pocos. Crítico certero y reflexivo del Derecho, vehemente descubridor y seguidor de Julián López El Juli, bético de devoción, pregonero de la Semana Santa de Sevilla en 1975, género por cierto en cuyo escepticismo también coincidíamos para resquemor de muchos y, sobre todo, hermano mayor de mi Hermandad del Gran Poder desde 1979 hasta 1984 y en el que todos, tanto los predecesores que pudieron tratarlo como los sucesores que cada cual a su modo le seguimos, deberíamos habernos mirado más a menudo.

Reconozco que en ésta faceta mi identificación con Rafael llegó a superar la frontera de la solidaridad para estallar en la admiración más franca y rotunda. ¡Qué fácil es en una hermandad recibir parabienes, lucir logros habidos merced al esfuerzo, la valía, o el cariño ajenos, y aspirar a cotas jamás ni soñadas ni merecidas! Duque del Castillo fue, además, el investigador que hacía décadas se esperaba apareciera, con su ingente obra Apuntes para la historia de la Hermandad del Gran Poder, a la que se creyó conveniente abrochar con el hermoso epílogo que él mismo había escrito años atrás, Un cierro a la madrugada, una entrañable y auténtica joya literaria cuya realidad y esencia quedará para generaciones venideras.

Estoy convencido de que, durante los numerosos años que le dedicó a aquella obra, Rafael no se limitó a historiar sino que fueron muchos los ratos que a su través empleó en reflexionar, casi me atrevería a decir que a rezar a su modo, suplicando al Señor cuanto luego él mismo regalaba a todos los que solicitaban su ayuda. Así consiguió vivir de nuevo con su pluma cuánto tantos años a su lado, Él le dictó a su corazón. No me cabe la menor duda de que a lo largo de aquellas páginas, a veces deslavazadas o hasta algunas con espontáneas notas autografiadas, Rafael encontró para siempre el Gran Poder de Dios.

Allí se puede descubrir no solo al pedazo de poeta que Rafael llevaba dentro, sino la ternura y humanidad extraordinarias de un hombre tachado de huraño y ácido. ¿Acaso puede serlo alguien que ora desde lo más hondo de su corazón, casi como presintiendo aquel Cristo suyo roto al que hubo de restaurar en 1983 y por lo que tanto sufrió, cuando evoca?: "Ahora el amanecer nos ha llegado, en el duro perfil de tu agonía, y se abre a la luz del nuevo día, tu cuerpo varonil lirio tronchado, al aire azul de la mañana fría". Frente a tanto tópico, tanto ripio fácil y tanta boca prestada como el tema y la ocasión a menudo brindan, de nuevo emerge inmensa la figura del Rafael Duque, hombre, poeta y cofrade como muy pocos he conocido, sin perjuicio de que unos lo denostaron tanto como otros lo quisimos.

No, decididamente Rafael no era como algunos lo veían. Sucede simple y llanamente que había que entenderlo en toda su plena dimensión, desde el grito destemplado, aunque casi siempre justificado, hasta sus silencios, para así poder apreciar mejor que sin jamás renunciar a sus convicciones también supo ser generoso y condescendiente cuando la ocasión lo requería, al más puro estilo ciceroniano de "suaviter in modo, fortiter in re". Yo que compartí con él muchos de esos silencios que surgen en el más hermoso espíritu de hermandad, hoy tan empobrecido e incomprendido, incluso hasta aquel último del año 2000, y que sufrí las dos más hondas orfandades, la del padre y la del maestro, en el corto espacio de cinco años, afirmo que Rafael Duque me obsequió con mucho de lo que tanto y desde hacía tanto tiempo había comenzado a echar demasiado de menos.

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