Sinfonía torera en verde esperanza
ESTAMOS en el día del Corpus de 1981 y en el gran templo de Tauro se anuncia el más grande cartel soñado de la época, sobre todo por los aficionados que comulgan con el arte como fundamento principalísimo de la corrida. Casi siglo y medio de vida suma la terna, además de una cantidad incalculable de arte entre sus telas taumatúrgicas. Tarde de Corpus en Sevilla y seis toros de Bernardino Píriz en los chiqueros para Manolo Vázquez, Curro Romero y Rafael de Paula. ¿No hay billetes? No sólo hubo billetes para todo el que hubiese querido, sino que se quedaron en cantidades industriales sin vender.
Anunciada para las siete de la tarde, que ya asomaba con fuerza el verano en ese 18 de junio, hubo de retrasarse media hora para eludir de alguna forma una tremenda ola de calor que se vino de forma inopinada. De una calor africana que desertizó los tendidos de sol para que a la hora de autos sólo hubiese gente en la sombra y sin llegar a llenarse. Para colmo de inconvenientes, una nube de mosquitos hizo aún más insufrible la sentada en el ardiente ladrillo de la plaza.
Demasiados eran los inconvenientes y, claro, no hacían presagiar nada de lo que luego ocurrió allí. Curiosamente, Manolo, Curro y Rafael llegaron por Iris vestidos de idéntica manera. Los tres iban de verde y oro para influir quizá decisivamente a que la esperanza se viniese arriba, pero a esa hora aún estábamos muy ajenos al suceso que nos depararía la generosa diosa Fortuna. Manolo había reaparecido ese año para darle la alternativa a su sobrino Pepe Luis el Domingo de Resurrección en este mismo escenario, ¿dónde mejor? Y la verdad es que el veterano Brujo de San Bernardo estaba dando muy buena nota en ésta su vuelta.
Manolo había ido por la mañana a ver al Gran Poder. Siempre que toreaba en la Maestranza oía misa en San Lorenzo y años después confesaba que aquel día, en la conversación íntima con el Señor de Sevilla, había salido de su basílica con el pleno convencimiento de que esa tarde de Corpus iba a hacerse realidad un sueño incumplido, el de salir de la plaza por su puerta mayor, ésa que da al Paseo de Colón, la del Príncipe.
Su reaparición, ya cincuentón, había estado auspiciada por el motivo familiar de la alternativa de su sobrino, el primogénito de su hermano Pepe Luis. Sin embargo, quien le había dado el empujón necesario para volver a vestirse de torero fue Curro. Entonces guardaban una gran amistad y el camero invitó a Manolo a que le acompañase al invierno americano. Fue en algunas ganaderías mexicanas donde el de San Bernardo afinó su puesta a punto para llegar al Domingo de Resurrección en las condiciones adecuadas para salir con bien del envite.
Pero estamos en el Corpus, han pasado ya dos meses y ahí está Manolo, de verde y oro, en los medios con el primero de una tarde que romperá en gloriosa. Toro con poca fuerza, el lucimiento surge en el capote, pero toda la cantidad de arte que va a deparar la tarde está por llegar. Curro puede cortarle la oreja al segundo, pero la espada no juega a favor y en el tercero es cuando llega al primer lío de la tarde para que la corrida rompa en memorable.
Rafael Soto Moreno, er Paula, se siente ya con el capote a la verónica, esa verónica de muñecas rotas del inimitable jerezano, y ha de saludar en el quite. Le brinda a José Bergamín, el poeta que le ha dedicado La música callada del toreo, y la faena está acorde con tamaña poesía. Muletazos prodigiosos, pinchazo y estocada. Una oreja para Rafael, que se la regala a Bergamín. La tarde no ha hecho más que arrancar.
La gran apoteosis llega en el cuarto. Ahí se produce un arrebato en quites, con los tres matadores en bellísima competencia. Lances de Curro y de Paula, para qué decir más, la plaza es un manicomio y Manolo sale a responder por chicuelinas sevillanísimas, totalmente dignas de Chicuelo. Y Manolo va a redondear aquello brindándole la muerte del animal a Curro y a Rafael para que la faena de muleta sea un prodigio de torería, tanta que con doce pases fue capaz Manuel Vázquez Garcés de cortarle las orejas al de Píriz y, con ellas, alcanzar el salvoconducto con el cruzar en hombros la puerta con que llevaba soñando toda una vida de noches de insomnio y de ilusiones renovadas.
Curro recibe al quinto con siete verónicas y media en la boca de riego, la música suena entre un clamor inenarrable, más verónicas y más música en el quite. Con la muleta, ayudados mayestáticos, faraónicos, redondos lentos y hasta más atrás de la cadera, desplantes, más redondos, naturales naturalísimos, pierde la muleta en uno de ellos, de nuevo redondos, pero, ay, otra vez la espada. Mata a la última y el premio viene en forma de una vuelta al ruedo con la mata de romero en la mano. ¿Recuerda usted cómo eran las vueltas al ruedo de Curro? Sabían a procesión, a comunión incondicional con el público por el éxito de un torero único, el torero eterno de todos.
El sexto no valió nada, Rafael se lo quitó de encima con ciertos aperreos, pero la suerte ya estaba echada gracias a una tarde inolvidable que, desafortunadamente, vimos muy pocos por culpa de la calor inmisericorde de aquella tarde de Corpus sevillano en que tres toreros vestidos de verde y oro habían ejecutado una sinfonía de esperanza y en la que un sevillano tan sevillano como Manolo Vázquez había visto cumplido el sueño de toda una vida, el de abrir la Puerta del Príncipe tras contribuir de forma decisiva a que aquella corrida pasase grabada en letras de oro a los anales del primer templo del toreo.
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