Un toro cornea a El Chechu y el palco priva de la gloria a Aguilar
El sustituto de Fernando Cruz corta una oreja de ley y se queda sin un triunfo ganado a pulso
Un torero en mayúsculas: Alberto Aguilar. ¡Qué pedazo de torero! que se entere todo el mundo y, sobre todo, las empresas, que parece que no tienen hueco para él en las ferias a pesar de las grandes tardes que lleva a sus espaldas en los últimos años.
En Francia le quieren, y de qué manera, por su sinceridad y valor de enfrentarse a lo más duro de la cabaña brava, y por salir triunfador una tarde tras otra gracias a su sinceridad, su valor y, sobre todo, su desmedida afición para seguir en la lucha después de tanto y tanto ninguneo. Un torero sin el abrigo de las grandes casas empresariales, que todo lo que consigue es gracias a él. Nadie le ha regalado nunca nada. Al contrario, si pueden... se lo intentan cargar.
Ayer firmó una gran tarde y hasta cortó una oreja de ley. Pero un señor sin afición ni sensibilidad decidió, por cuenta propia, cerrarle la Puerta Grande después de una mayoritaria petición de oreja en el sexto.
La presidencia debe ceñirse al reglamento y dejar de protagonizar escándalos desde su posición de máxima autoridad. La primera oreja la otorga el público, la mitad más uno, por eso no es de recibo que, después de como estaba la plaza de pañuelos, se pueda privar de la gloria a un muchacho que se le había ganado con creces.
Un Aguilar que estuvo cumbre con su primero, toro complicado al que toreó como si fuera bueno. Faena de firmeza, mente despejada y notable seguridad para lograr pasajes emocionantes y enjundiosos al natural, a base de una perfecta colocación, cruzado al pitón contrario, y temple, mucho temple, el gran secreto.
El madrileño estuvo impecable hasta en las improvisaciones y adornos finales como trincherazos, cambios de mano o los desmayados ante un astado que acabó domeñado por completo. Oreja sin discusión.
El cuarto fue un marrajo peligroso, que a punto estuvo de herirle en la cara y con el que nada pudo hacer.
Y con el sexto llegó el escándalo. Un toro que se movió y al que Aguilar, que lo recibió con una larga de rodillas, cuajó una faena de menos a más, primero ahormando al animal con distancias y mucho sosiego, para acabar apretándole, y de qué manera, por el lado derecho.
Por ahí brotaron varias tandas de mucho gusto y relajo: de frente, metiendo los riñones, hincando la barbilla en el pecho y bajándole la mano. Soberbio.
Sin embargo, el pinchazo previo a la estocada tuvo que ser lo que el señor Martínez debe apelar para no concederle la oreja. Si no se está de acuerdo, se puede discutir, pero, con el reglamento en mano, había que haberla dado, y dejar ya de jugar con las ilusiones. Ya está bien.
Lo del Capea es caso aparte. Ni con el malo ni con el bueno estuvo a la altura, con un toreo mecánico, frío y sin apreturas. No dijo nada a pesar de su buena voluntad y disposición, y de algún que otro pase aislado al quinto.
La estampa del confirmante El Chechu ataviado con un terno vainilla y azabache hacía entrever el descaro del torero de querer enfrentarse a la superstición, que, en el toreo, es algo con lo que no se debe jugar. Y al final, tanto coqueteo le costó caro: una cornada grave en la faena de muleta al deslucido toro de la ceremonia. Directamente a la cama.
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