Espartaco: “Por cada toro que muere en la plaza hay diez viviendo en libertad”
XL ANIVERSARIO DE LA ECLOSIÓN DE UNA GRAN FIGURA
El gran maestro de Espartinas da un repaso a su carrera en el cuarenta aniversario de su irrupción en la primera fila, el 25 de abril de 1985, después de cuajar al toro ‘Facultades’ de Manolo González
Carlos Crivell: "Lo de Espartaco es una historia de superación"
Espartaco, un premio al toreo y la tauromaquia
Juan Antonio Ruiz Román es un hombre feliz que cerró cualquier cuenta pendiente. Esa paz personal armoniza con la belleza de los cerrados de Majavieja, su hogar campero en esa ruta del toro que se abre de Lora del Río a Constantina. La decisión no es casual: el diestro de Espartinas ha escogido vivir cerca de los mismos toros que un día le procuraron fama y hacienda y a los que ahora cuida con mimo. No deja de ser un tributo a su propia trayectoria.
Fue y es una de las figuras más inconfundibles de una época gloriosa, los 80 del pasado siglo XX, en la que el toreo se movía con desacomplejada naturalidad en medio de la desenfadada sociedad de la época. Pero aquello no fue un camino de rosas. Todo iba a mutar, a punto de tirar la toalla, el 25 de abril de 1985 a raíz de un encuentro providencial con Facultades, el toro de Manolo González que le cambió la vida hace 40 años redondos...
Pregunta.–No se puede decir que una carrera entera dependa de una única tarde pero de alguna forma todo comenzó el 25 de abril de 1985, hace cuarenta años…
Respuesta.–Es bonito recordarlo… ¡Cuarenta años! Como pasa el tiempo… Ahora que lo pienso y ya soy hasta abuelo. Ya llevaba desde el 79 de matador de toros pero mi trayectoria se lanza a partir del 85. Ahí fue cuando realmente empiezo a triunfar no sólo fuerte sino con mayor repercusión para obtener la credibilidad de los aficionados. La culminación fue ese 25 de abril de 1985 con el toro Facultades de Manolo González.
P.–¿Qué astros se alinearon aquel día en Sevilla?
R.–Son de esas tardes que empiezan bien. Tomás Campuzano y Emilio Muñoz habían estado extraordinarios y yo llegaba en tercer lugar. Todo se había embalado y salió ese toro, el último que iba a matar en la Feria de Abril después de haber pasado sin suerte por mi primera tarde. A lo mejor no era el toro ideal, quizá falto de transmisión, pero sí tenía una nobleza que había que torear muy despacio. No fue la faena soñada, tampoco la mejor en Sevilla por mucho que se comentara pero sí tuvo la virtud del temple, de torear tan despacio. Eso hizo que la faena tuviera la repercusión que tuvo.
La faena al toro 'Facultades' tuvo la virtud del temple; eso hizo que alcanzara la repercusión que tuvo"
P.–Era un momento complejo por muchas circunstancias… ¿Es verdad que llegó a acariciar la idea de convertirse en banderillero para buscarse la vida?
R.–Lo he dicho mil veces. Mi trayectoria en el mundo del toro comenzó para contentar a mi padre que había sido aficionado, matador de toros, banderillero… Quería darle esa satisfacción pero no tenía esa íntima vocación al principio. Eso sí: era a lo que me podía agarrar en ese momento para intentar mejorar la vida de mi familia. Yo vivía con mis abuelos y tuve una infancia muy bonita pero tenía que ayudar a mis padres y mis hermanos. Ése podía ser el principio pero veía que no llegaba como matador y no tenía tiempo por más cualidades que atesorara. Quería solucionar el tema económico en mi casa y después de la corrida de Sevilla tenía decidido hacerme banderillero. Me quedaban una o dos más, la de Isaías y Tulio Vázquez en Córdoba, la de Murteira en Madrid… Lo veía todo muy difícil y atisbé esa posibilidad. Tenía mucha confianza en mí mismo con el capote y podría haber ido en cualquier cuadrilla. Quizá eso me dio la tranquilidad con la que afronté aquella tarde. Pasara lo que pasara tenía una decisión tomada. Seguramente por eso estuve tan tranquilo, sin prisas, sin buscar el triunfo. Cuando salió ese toro pensé… ¡Este puede ser! Era una corrida televisada, ¿me podía agarrar a que había tenido mala suerte? La suerte nunca avisa cuando va a llegar. No me avisó pero la tenía ahí. Estaba en una encrucijada: por un lado había tomado una decisión y por otro me encontraba con la oportunidad de mi vida. Cuando una tarde va en contra es difícil remontarla y ese mismo toro, con otras circunstancias, habría pasado desapercibido. Pero era una tarde feliz, triunfal, con la gente empujando con cariño. Aquello no se podía escapar y pude amarrar ese triunfo que tuvo tanta repercusión.
P.–La fecha también sirve para marcar el comienzo del gran boom taurino de los 80 que tampoco era ajeno a la revalorización del oficio que siguió a la muerte de Paquirri.
R.–La repercusión que tuvo la trágica muerte del maestro sirvió para que la gente revalorizara lo que pasaba en las plazas. La emoción era más grande, la trascendencia de lo que hacíamos era otra… La gente se dio cuenta de que aquí se moría de verdad. Esos años –del 85 a los 90- fueron muy importantes para la tauromaquia y algunos tuvimos la suerte de triunfar en ellos.
P.–Y nace el espartaquismo...
R.–Uf, son años gloriosos. El 85, el 86, 87, 88, 89, 90… Fueron unos años magníficos, ocupando un puesto relevante en la tauromaquia, estando prácticamente en todas las ferias importantes, compitiendo con todos los compañeros de esa época y de los que vinieron después… Me tocó una época bonita porque pude torear con todos los que eran mis ídolos. Ni siquiera podía pensar que iba a llegar a donde ellos llegaron pero también pude torear con esa hornada de toreros jóvenes que vinieron a continuación y llegaron a figuras.
P.–Y había que tirar del carro...
R.–No era fácil. Cuando uno está a la cabeza todas las situaciones que rodean a un cartel o una feria recaen sobre ti. Si un toro se caía o se partía un pitón en una corrida tuya, tú tenías la culpa… En los sitios importantes donde toreaba dos o tres corridas de toros podía solucionarlo pero si veías colgado el no hay billetes en un pueblo que a lo mejor estaba celebrando el único festejo de todo el año y habían venido a verte no podía explicarle si embestían o dejaban de embestir los toros. Había que salir como fuera. Hoy en día hay una desventaja y es que se televisa todo y se sabe lo que está ocurriendo en cada momento. La gente te ve mucho, quizá demasiado. Entonces te veían el día que iban a los toros, acudían por lo que habían escuchado y cuando aparecías no podías defraudarlos. La responsabilidad era tremenda. Todos los días era un nuevo comienzo. Me tocó una época en la que había que torear un mayor número de toros y no era fácil estar siempre bien.
Los 80 fueron unos años magníficos, ocupando un puesto relevante en la tauromaquia y acudiendo a todas las ferias importantes"
P.–Fueron unos años en los que había que manejar un mayor número de encastes
R.–La perfección es muy difícil alcanzarla pero puedes acercarte si aprovechas todo el fondo de tu técnica. No podía limitarme a hacer lo que me gustaba y esperar un nuevo día. La gente esperaba de mí un Espartaco que fuera arrollador, que todos los días triunfara y para eso había que tirar de la técnica, –uno los tocaba más afuera, otros una distancia, otros a otra- tenía que intentar inventar con cada encaste una faena diferente todos los días. A la técnica se le quita importancia. Un torero es más de sentimiento, de lo que lleva dentro, y siendo un torero técnico llegaba a emocionar. Pensándolo al cabo del tiempo creo que no era por mí sino por las condiciones de los toros. Esa variedad de encastes era la que ponía la emoción. ¿Por qué llegaba a todos los públicos? Era el toro, con su variedad, el que ponía de su parte…
P.–La imbricación social del torero y el toreo en aquellos años era impresionante.
R.–Tremenda. Pero eso ha cambiado. Es que llegabas a los hoteles de madrugada y ya había trescientas personas esperando. Salías del hotel después de torear y la calle estaba llena de gente para verte, para saludarte, pedirte un autógrafo… Era todo tan bonito … La sociedad está cambiando e incluso hay gente de cierto relieve que no se atreve a ir a los toros por el qué dirán. Hay grandes empresarios que no quieren verse en una fotografía en una barrera. Es así y hay que decirlo. ¿No está bien visto? ¿Le viene mal para su empresa? Hoy miran al aficionado de manera diferente. Los toreros eran grandes ídolos pero no tienen la misma cabida en la sociedad de hoy. La mía fue una época maravillosa…
P.–Ese Espartaco triunfador por encima de cualquier circunstancia iba a marcar una nueva dimensión en Sevilla con el toro de Cuvillo del 93.
R.–Cuando apareció ese toro de Cuvillo ya iba buscando otra cosa. Cada torero tiene su personalidad y no se puede salir de ella. Tienes que saber lo que eres, valorarte a ti mismo y estar por encima de aquellos que dicen qué es o deja de ser el toreo puro. No te puedes salir de tu línea pero yo sí estaba buscando el temple y la armonía. Ya estaba ya valorado, tenía más tranquilidad para hacer lo que sentía cuando saliera el toro propicio.
P.–Dos años después se iniciaría uno de los períodos más difíciles de su vida, con aquella lesión de rodilla agravada a raíz de la cogida del día de la alternativa de Rivera Ordóñez.
R.–Con la corrida de Torrestrella. Aquello fue terrible. Ya me había partido la rodilla llevando el toro al caballo pero nadie podía percibir lo que me había ocurrido. Era un toro difícil, complicado, con mucho peligro… pero no podía irme a la enfermería. Había que estar ahí y no podía. Estaba funcionando con la pierna izquierda, la derecha sólo la apoyaba. Esa situación fue muy dolorosa. Sabía que mi rodilla estaba destrozada, con la responsabilidad de estar en una plaza como la de Sevilla, con un toro con peligro y que nadie se había dado cuenta de lo que había ocurrido. Esas cosas sólo pasan en una plaza de toros. Ésa es una de las corridas en las que he tenido más mérito en mi vida: aguantar ese tirón. Saludé al presidente, fui andando como pude y me puse delante del toro sabiendo que me iba a coger. No sé, no me explico como pude aguantar hasta la hora de entrarle a matar. Me cogió el toro y me destrozó. Fue una corrida tremenda, dura…
El toro ya me había partido la rodilla pero no me podía marchar. Tomé la espada y la muleta sabiendo que me iba a coger"
P.–Y empezó el calvario...
R.–Tenía que seguir. Parte de mi cuadrilla se despedía aquella temporada y dependiendo de lo que torearan aquel año les podía quedar más o menos. Eso lo puedo contar ahora. Continué ese año haciendo de tripas corazón, sin tener recuperada la pierna, porque había personas que dependían de mí. Pero aquello acabó conmigo. La lesión se agravó: ligamentos, articulaciones, tendón rotuliano… Todo se complicó tanto que tuve que parar. Sufrí cinco operaciones y estuve viviendo en Houston y tres años en Barcelona. Fue un esfuerzo tremendo, no sólo para torear, sino para pensar en tener una vida normal. No sé cómo pude conseguirlo, me daba miedo hasta cruzar una calle. Yo había sido un torero muy poderoso, fuerte, podía todo y me tenían que ayudar hasta para entrar en la ducha.
P.–¿Pero siempre estaba el pensamiento de volver a torear?
R.–Sí, estaba ahí pero fíjate lo que era sentir aquella inseguridad. Sentía pánico en esos pasillos mecánicos de los aeropuertos. Yo me había ido a portagayola a recibir a los toros y se me aceleraba el corazón sin saber qué pierna debía adelantar pensando que me iba a caer. Fue una época muy dura, de tener las ideas claras sin saber cuánto tiempo iba a pasar en el centro de rehabilitación. Aquello me sirvió para valorar mucho más todo lo que había hecho anteriormente y darle la importancia que tenía.
Me tenía que haber medido en mi reaparición; a lo mejor habría durado unos añitos más...
P.–En marzo de 1999, finalmente, llegó la vuelta en Olivenza. Era una vuelta a empezar.
R.–No estaba al cien por cien de mis facultades en aquella tarde con mi amigo Juli y Enrique Ponce. Pero me embistieron los dos toros y corté tres orejas. Aún tenía miedo a que no me pudiera responder la rodilla pero lo pude solucionar. Pero en esa temporada cometí un error, que fue torear demasiado. doblando en todas partes. Me tenía que haber medido mucho más, acudiendo a plazas de menor responsabilidad, apuntándome en Sevilla a una única corrida de toros, haber dejado los sitios fuertes… Habría necesitado fortalecerme mental y físicamente para dar el salto a las grandes ferias al año siguiente. Hoy mi planteamiento habría sido otro y a lo mejor habría estado unos añitos más, más dosificado y con mayor repercusión, triunfando con mayor seguridad si hubiera impuesto otra tranquilidad a mi reaparición.
P.–Aquella fue su última etapa profesional pero aún quedaba un capítulo inesperado: el Domingo de Resurrección de 2015.
R.–Fue una de las decisiones más difíciles de mi vida. Quería darle la alternativa a Borja Jiménez y en un momento se planteó en El Puerto pero también se había barajado dársela en Sevilla. Llegó un momento que se ofrece una corrida de Garcigrande dentro de la Feria de Abril pero Rafael Moreno pensó que el día de Resurrección era más apropiado, que yo no pintaba mucho ya en la Feria. Cuando todo eso se estaba hablando surgió todo lo demás. Pero es que cada vez que iba a los toros en Sevilla tenía esa espina. Aún me hacía ilusión torear, pensaba que aún era capaz de pegarle veinte pases a un toro. Ese momento de torero lo tenía y todo se rodeó de razones para que en un momento dado tuviera delante la alternativa de Borja el Domingo de Resurrección en Sevilla, con una despedida como la que me hubiera gustado y no tuve. Tenía la oportunidad de mi vida, de disfrutar un día grande, pero también de tirar todo por tierra como me advirtió mi padre. Lo que acabó de decidirme, más allá de todo eso, es que me habían pedido algo: Sevilla, su plaza de la Maestranza, la empresa como favor… Si hacía el paseíllo y al menos no hacía el ridículo iba a ser más confortante que si lo dejaba pasar. Sabía que tenía que hacerlo y tomé la decisión. Fue una de las corridas más bonitas de mi vida, estuve con mis hijos, percibí la ilusión de mis compañeros, el trato exquisito de Sevilla, el cariño de todo el mundo… Estaba cumpliendo un sueño. No sé si habré llegado más o menos alto pero, más allá del triunfo o la Puerta del Príncipe, era el respeto que recibí y lo pude gozar con mi familia y con mis hijos.
P.–Sus hijos estaban viendo quién había sido su padre.
R.–Claro, en una época complicada y difícil en lo personal, después de mi separación. Después todo se solucionó y se habló. Pero vino ese encaje, encontrarme a mí mismo con esa felicidad perdida. Y gracias al toro. Toda esa conjunción propició esa maravilla. Lo que me da pena es que después de ese día me encontré vacío en lo profesional. Ese día cerré la cuenta.
P.–Entre todos los reconocimientos recibidos estos años hay uno, de los últimos, que tuvo un matiz especial: el Premio Taurino del Ayuntamiento de Sevilla.
R.–Es que es mi tierra, mi casa, donde más miedo he pasado en mi vida, donde más responsabilidad he asumido nunca, en la que he adquirido mi educación taurina desde que iba de niño a los toros. Yo estoy agradecido a todo el mundo taurino pero no es lo mismo que encontrarte con tu gente en Sevilla y que ellos te acepten y te den este reconocimiento. Eso es de lo más grande que te puede pasar en tu carrera.
P.–Aquel día al tomar el trofeo de May Perea dijo que iba a llevarlo a Majavieja para enseñárselo a las madres de los toros, a sus hermanas, a su hijos…
R.–Y lo hice. Si hay algo maravilloso en el mundo del toro es el amor y el respeto por el animal que tenemos los taurinos, toda la gente del toro. A lo mejor es algo que no hemos sabido contar bien pero tanto es así que yo gracias a mis hijos y a mi familia, al esfuerzo que hacemos, podemos mantenerlo. Yo se lo repito a mis hijos y lo entienden perfectamente: nuestros toros, nuestras vacas, la genética del toro bravo tienen el mismo derecho a disfrutar del campo que todos nosotros. A lo mejor tienen más porque si nosotros tenemos el campo es gracias a ellos. Si tenemos que perder dinero con ellos lo perderemos hasta que podamos, hasta la generación que podamos. A lo mejor nuestros nietos ya no pueden mantenerlo pero mis hijos lo han entendido y han escogido una profesión para vivir de ella y seguir manteniendo el campo y la ganadería brava hasta que podamos. Es por amor, respeto y el cuidado de la genética del toro bravo. Por eso, cuando dije lo del trofeo lo dije de corazón. Cuando entro en el campo y veo los toros, las vacas, los sementales, los becerros… digo Dios mío, gracias. Tengo 26 cornadas y podría haber perdido la vida en alguna de ellas pero estoy vivo y haciendo esta entrevista. Los toros mueren en la plaza pero hay otros que se indultan y tienen la posibilidad de vivir en libertad toda su vida. Soy incapaz de matar una vaca vieja; le doy la oportunidad de que viva toda la vida. En una ganadería van a la plaza 30 ó 40 toros pero por un toro que va a la plaza viven diez de la manada y mueren en libertad en el campo. Ésa es la tauromaquia para mí y a lo mejor no lo entienden los puristas ni los animalistas. Pero tengo que hablar de mi sentimiento: de respeto y admiración; de cariño y amor al toro. Y el toro, si tiene que morir en algún sitio, es en una plaza de toros. Allí no pierde su agresividad pero sí se le nota la tristeza cuando se embarca para un matadero. Veo peleas a muerte entre ellos en el campo, con animales con un pulmón partido y se marchan a beber o comer sin acusar el dolor pero sí con el sentido de su bravura, de su fuerza, de su mando… sin perder la expresión de su mirada. Desde ese punto de vista yo amo a la tauromaquia y a lo mejor dicen que estoy mal de la cabeza pero cuando ese toro muere sabe que toda su familia va a continuar viviendo en libertad hasta su muerte en el campo. Me gusta el toreo, la gente del toro… pero lo que más me gusta es esa protección de la genética del toro bravo que es el rey de todo esto. Es lo más importante. Y lo dice un torero. Por eso tenemos que ir a las plazas, acudir a ver ese espectáculo grandioso en el que en quince minutos se dirime la bravura de un animal y un hombre se juega la vida. Ésa es la mejor manera de proteger al toro bravo.
También te puede interesar