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Cultura

Arte para mirar de cerca

  • El Prado dedica una exposición a cuadros de oratorio o de gabinete y a retratos privados que los pintores solían guardar para sí mismos, silenciándolos ante el cliente, el aficionado o el crítico

A veces, en un museo o en una exposición, llama la atención un cuadro. Más que atraer, intriga. Hay algo en él de interés que se resiste sin embargo a la primera mirada. Si intentas comentarlo allí, en la misma sala, pronto adviertes que no hablas del cuadro sino de la inquietud que provoca. Por eso terminas en la tienda del museo o el despacho del galerista buscando una buena reproducción de la obra. Puede que esté en algún catálogo o en ese enorme repertorio que es la red, pero prefieres la foto de medida estándar. Esa imagen permite estar con el cuadro a solas: estudiarlo, analizarlo, pero sobre todo aceptar su interlocución. Quizá termines fijando la fotografía de modo apresurado y provisional en una estantería o dejándola a la vista sobre una mesa, de manera que sepas que está ahí y te interrogará al pasar. La imagen cambia: más que la reproducción de aquel cuadro es un germen de ideas que, desordenadas, han sedimentado poco a poco un territorio que compartes con el cuadro.

Mucho de lo que acabo de decir se cumple en ciertas obras, casi siempre de breve dimensión, que estuvieron en oratorios privados o celdas de frailes, pero también en gabinetes y estudios, o en una habitación sólo abierta a los más próximos, sin que falten en el taller del pintor aunque no ocupen en él lugar destacado.

Estas obras fueron siempre reservadas: ausentes de los grandes templos, tampoco estaban en los salones destinados a algún tipo de recepción y en cuanto al pintor, más bien las guardaba para sí, silenciándolas ante el cliente, el aficionado o el crítico. No corren mejor suerte en el museo: perdidas entre las obras de grandes dimensiones, los continuos visitantes impiden que puedan mirarse con tranquilidad.

A estas obras dedica el Museo del Prado esta ambiciosa muestra. Casi trescientas piezas de esta belleza encerrada la componen. A los cuadros de oratorio o de gabinete se unen retratos privados, carentes de la retórica de cualquier ceremonial, predelas -pequeñas piezas que a modo de zócalo aparecen en la parte baja de los retablos- y también obras estrechamente relacionadas con el trabajo del pintor.

Entre los llamados cuadros de devoción, esto es, los destinados a un oratorio, el más representativo es La Anunciación de Fra Angelico (expuesto de modo que pueden verse con mayor comodidad las pequeñas escenas que aparecen, como predelas, en su parte inferior) pero no deben olvidarse La Virgen y el Niño entre dos ángeles de Hans Memling, Cristo con la cruz a cuestas de Tiziano o La Sagrada Familia del cordero de Rafael. Entre los cuadros de gabinete se exponen La extracción de la piedra de la locura de El Bosco, bodegones de Zurbarán, Van der Hamen y Jacques Linard, pequeños paisajes flamencos y romanos, y obras de Goya como La riña en el Mesón del Gallo o Vuelo de Brujas. De los retratos hay que citar el que hizo Velázquez de su suegro, Francisco Pacheco, dos pequeños tondos sobre cobre (Juana Galarza de Goicoechea y su hija) de Goya, el Caballero anciano de El Greco y un anónimo flamenco de un igualmente anónimo Conquistador de Indias.

Quedan los autorretratos (los de Sánchez Coello, Goya, Paret y el más conocido, el de Durero) pero en ellos ya se desliza la reflexión del pintor sobre su identidad y su quehacer, y es mejor unirlos a objetos del taller (como la escultura articulada atribuida al propio Durero, pensada para servir de modelo, como quizá las dos esculturas, Epimeteo y Pandora, atribuidas a El Greco), espléndidos bocetos (Rubens, Murillo, Tiépolo, Bayeu y El albañil borracho de Francisco de Goya) y esas interesantes obras que algunos llaman ricordi y son pequeñas réplicas de algún gran cuadro de encargo, que el pintor hace para mantenerlas consigo: a destacar la vibrante guirnalda de La Sagrada Familiarodeada de santos de Rubens, cuyo original conserva el Museo de Amberes.

A ello se unen los que podrían llamarse estudios: trabajos juveniles (La Anunciación de El Greco), complicados ejercicios de perspectiva (el de Brueghel el joven al transferir a un tondo la vista rectangular hecha por su padre treinta años antes) o esas dos vistas, siempre sorprendentes, que Velázquez hizo de la Villa Medici.

La densa exposición, organizada además como las antiguas Wunderkammern, en coherencia con el tipo de obras, exige más de una visita o al menos un recorrido pausado. Se agradece el esfuerzo porque además de trazar un fértil esbozo de la historia del arte, señala particulares de interés: desde las técnicas que exigen los breves formatos hasta la mirada recogida o reflexiva que demandan.

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