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Salvados por el director musical

Ópera romántica en tres actos de Carl Maria von Weber. Producción del Badisches Staatstheater Karlsruhe. Dirección musical: Andreas Spering. Director del coro: Íñigo Sampil. Dirección de escena: Achim Thorwald. Escenografía: Christian Floeren. Vestuario: Ute Frühling-Stief. Iluminación: Gerd Meier. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Coro de la A.A. del Maestranza. Intérpretes: Klaus Kuttler (barítono, Ottokar), Rof Haunstein (bajo, Kuno), Manuela Uhl (soprano, Agathe), Ofelia Sala (soprano, Ännchen), Gordon Hawkins (barítono, Kaspar), Michael König (tenor, Max), Bjarni Thor Kristinsson (bajo, Ermitaño), Isaac Galán (barítono, Kilian), Inmaculada Águila, Rocío Botella y Sandra Romero (sopranos, doncellas de la novia). Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Viernes 25 de marzo. Aforo: Lleno.

Provinciana, pueblerina, escolar... Son los calificativos que se nos vienen al teclado a la hora de valorar la propuesta escénica de esta ópera que nos presentó anoche el Staatstheater de Karlsruhe. De principio a fin se adivinaba una total pobreza de medios y -lo que es peor- de ideas mínimamente originales en un planteamiento teatral plano, muy anticuado y con momentos francamente ridículos. ¿Qué decir, por ejemplo, del golpetazo que dio el águila (de madera, disecada o algo así) que abate Max en el primer acto? ¿Y del previsible demonio envuelto en luz rojiza? ¿Ydel exceso de humo en la escena del conjuro? Por allí pululaban de manera risible gesticulantes diablillos vestidos de blanco envueltos en luz azul y con un simple telón de fondo. Pero para telón propio de función fin de curso el de la última escena, con el ermitaño subido en una pasarela con barandas metálicas en lo alto de la montaña. Por no hablar de la minimalista casa de Agathe, con una mesa, una silla y una camita de hospital antiguo.

Como es de suponer en vista del párrafo anterior, la dirección de actores debió de ser una asignatura que suspendiera en su momento Achim Thorwald, porque nada era mínimamente creíble sobre el inclinado escenario. Como tampoco se comprende la necesidad del prólogo declamado antes de la obertura, porque no aporta nada y más bien crea desde un principio un ambiente de improvisación y de infantilismo escénico. La plausible idea de asimilar en un solo cantante los personajes de Samiel y del Ermitaño (el Mal y el Bien como dos caras del ser humano) se frustró con la ridícula resolución de vestuario, con una máscara en el cogote y la parte trasera de la túnica teñida de negro frente al blanco de la parte delantera. En definitiva, una de las producciones más pobretonas que recordamos por aquí en los últimos años, impropia del nivel que el Maestranza pretende adquirir y mantener. Esperemos que por lo menos haya sido barata.

Tampoco en lo vocal brilló mucho la velada. La mejor del reparto fue la Ännchen de Ofelia Sala. Voz cristalina y refulgente, muy bien proyectada y sabiamente regulada con flexibilidad y agilidad, como se evidenció en la polonesa del segundo acto y en la narración del sueño del tercero. En cambio, Manuela Uhl mostró un fraseo anodino, soso, sin pizca de emotividad. La voz, de no sobrados medios, tiende a quedarse atrás, no pasa el foso cuando desciende a la zona central, se mueve con dificultades en las vocalizaciones y se olvida de la afinación en los saltos interválicos algo complicados.

A pesar de poseer una bella voz de tenor lírico puro, a Michael König le faltó también creerse el personaje y transmitir con la voz algo de pasiones humanas. En la zona de paso el sonido se descubre y tiende a colocarse en la nariz de manera excesiva. No demasiado refinado, aunque apropiado para el papel de Kaspar, Gordon Hawkins cantó con contundencia y hasta con ciertas dosis de rudeza. Claro que no tanta como Bjarni Thor Kristinsson, uno de los bajos más vociferantes que he escuchado, con el agravante de una excesiva amplificación. Mucho más fino me pareció Klaus Kuttler. El coro, de abundantes intervenciones, estuvo muy entonado y empastado, aunque los cazadores se perdieron alguna que otra vez en la escena final.

Lo mejor de la noche estuvo, sin duda, en el foso. Spering atacó con serenidad la obertura, pero después imprimió ritmos marcados a la orquesta, a la que dirigió con sutileza y transparencia. Hizo que las trompas sonasen con la necesaria rudeza y acentuó las ráfagas de los flautines.

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