abierto en agosto

josé / rodríguez De La Borbolla

Buceando en sombras amables

Cada plaza de Sevilla es un microcosmos desde el que se puede alcanzar lo universal; cada una ofrece momentos que pueden hacer vislumbrar lo eterno

CONFIESO que soy un ignorante enciclopédico en lo que se refiere a las especies arbóreas diseminadas por las plazas de Sevilla. Quitando los naranjos y las palmeras, no alcanzo a identificar ningún árbol. No tengo ni idea de cómo pueda ser un laurel de Indias, ni una falsa pimienta, ni un plátano de sombra…¡Qué le voy a hacer! No me ha dado por eso...

No obstante, y a pesar de mi ignorancia arborícola, cada día disfruto más -en verano, los fines de semana y por la mañanita temprano- buceando en las sombras amables de los árboles de las plazas, placitas, plazuelas, compases y ensanches arbolados de Sevilla. Es otro mundo, un mundo en el que la paz, la ausencia de ruidos, la despaciosidad de los acontecimientos externos, el aislamiento físico, la serenidad del ambiente y la luz fresca y azul hacen que uno -uno solo y uno como suma de muchos unos anteriores- se pueda encontrar consigo mismo; y que, desde esa propia unicidad, se pueda dar el gran salto hacia el aprecio por la propia vida, hacia el regocijo por ser de aquí, de Sevilla, y hacia el respeto agradecido por todos aquellos, anteriores a nosotros, que hicieron posible nuestra vida aquí. Cada plaza de Sevilla es un microcosmos desde el que, como demostró Claudio Magris, el triestino fronterizo, se puede alcanzar lo universal. Cada plaza de Sevilla te ofrece momentos que te pueden hacer vislumbrar lo eterno. Con dos condiciones, en todo caso: tienen que tener bancos y tienen que tener árboles.

El fin de semana pasado, por ejemplo, en la Plaza del Duque de Veragua, un hombre joven leía el periódico del sábado, ajeno a todo, sentado en un banco bajo los naranjos y frente a las altas palmeras, dirigidas hacia lo infinito. En la de Carmen Benítez, cómodamente aposentado a la sombra frente a la iglesia de San Roque, un señor mayor escuchaba las noticias, mientras su perrito blanco dormitaba confiado a su lado y una señora le echaba pan a las palomas. En la de Pilatos, mientras los tres caballeros que coincidimos allí estábamos tan tranquilos y tan cada uno a lo suyo, el cura de San Esteban entraba, por la puerta frontera a la plaza, en el Palacio, donde ya habría muerto la Duquesa…

En la de San Lorenzo casi había bulla: un joven leía la prensa sentado en la bancada de un arriate; un señor maduro, en un banco, bajo la protección tutelar de Juan de Mesa, se había entregado al placer del sueño mañanero y había hincado discretamente el pico. Cuando se repuso de su condición de traspuesto, cosa que hizo con toda dignidad, pudo observar a otros cuatro hombres, quizás jubilados, que, de pie, habían montado una animada tertulia, a la sombra de delante de la Basílica. Mientras tanto, en el puesto de periódicos, Rafael García, el quiosquero, debatía sin crispación alguna con José María Silgado, pintor contemporáneo, y con otro vecino sobre los derechos de Gibraltar a las aguas territoriales. Al rato, y habiéndose sumado al debate Domingo, tendero bético del barrio, nos pusimos a hablar de la importancia de las plazas para el buen conocimiento de Sevilla y sobre la posibilidad de que los quiosqueros se conviertan en colaboradores del servicio de información turística. "Son muchos los turistas que se acercan a los quioscos pidiendo información. Deberíamos tener material del Ayuntamiento para entregarles", dijo Rafael. "¡¡Gran idea!!", manifestó la asamblea tertuliana. "A ver si el Ayuntamiento se entera".Y quedamos en vernos otro día. Por el placer de vivir Sevilla, buceando en sus sombras amables.

Cuando volvía por Cardenal Spínola, saludé a María del Carmen de Aspe, la madre de mis amigos de siempre, los Lacave, que se había echado a la calle con su hijo Ramón, tan contenta porque, a su edad, se ha recuperado de sus achaques reumáticos. ¡Vivan las ganas de vivir!

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