Sueños esféricos

Juan Antonio Solís

'La Gran Sevilla'

HABLAR de la sevillanía del Sevilla es como hacerlo de la blancura del blanco o de la gratuidad del aire que respiramos. Es algo tan fácil de entender, que lo entienden hasta los que gritan en cada estadio de nuestra Andalucía lo de "¡Puta Sevilla!", un grito de cristalino resentimiento, de un odio aún más puro e insano que la metanfetamina que fabrica el profesor de química que protagoniza Breaking Bad. Si salta el Sevilla a la hierba en la inmensa mayoría de los campos sembrados en nuestra región, lo hace el simbolo mayor de la opresión, de la discriminación, del agravio.

A los ojos de esa plebe de bocas espumosas que se desahoga en el graderío -no son todos, ni mucho menos, pero muchos son cómplices con su indiferencia- es como si de repente descendiera del cielo un dron portando la bandera de La Gran Sevilla, un engendro que sólo existe en sus enfermas mentes. No sé de qué color será, pero rojo seguro que tiene. Y el rojo enciende, enerva. Esa bandera es una provocación intolerable.

La vieja cronología de recibimientos hostiles en las siete provincias hermanas es interminable. Da para un coleccionable. Y el papel está muy caro. Ya no es noticia.

Lo que sí es noticia es que el virus ha mutado. Se ha fortalecido y ya no hace falta que comparezca el Sevilla, o en menor medida el Betis -Romero Murube dijo que era bético por romanticismo, tesón y sevillanía, pero eso lo ignora esa caterva- para que vuelva a prender esa llama en la que arden los ideales que soñó Blas Infante.

Basta con que jueguen entre sí el Málaga, el Granada, el Córdoba, el Almería. O el Recre, el Cádiz o el Jaén si ascienden. Tarde o temprano, en pleno partido, surgirá espontáneo el grito de "¡Puta Sevilla!". De nada sirve que el Sevilla enarbole los colores de la bandera andaluza cuando trae títulos a la comunidad. O que el Betis se enorgullezca de latir por esos colores. Para ellos, la bandera que portan ambos es la de La Gran Sevilla.

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