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Alto y claro

josé Antonio / carrizosa

Sacudirse la modorra

DURANTE este puente las calles del centro de Sevilla se han vuelto a desbordar. Siguiendo la costumbre de los últimos años, la recién estrenada iluminación de Navidad y la oferta de bares y comercios atraen a miles de sevillanos y foráneos deseosos de pasear y, el que pueda, consumir. Parece que la ciudad quiere sacudirse la modorra y ponerse en marcha. Quizás sea sólo un espejismo. O que nos hemos acostumbrado a un paisaje de desolación y cualquier circunstancia que lo rompa llama la atención. Pero lo cierto es que en los últimos meses pueden verse algunos signos que señalan que cosas que estaban estancadas empiezan a moverse y que se respira otro ambiente. No son sólo los datos de afiliación a la Seguridad Social que revelan que algo de empleo, aunque precario en la inmensa mayoría de las ocasiones, se está creando. Es también una sensación que se percibe en la calle y en las conversaciones de café. Las ventas del comercio empiezan tímidamente a remontar tras años de caída en picado, los turistas hacen cola todos los días a las puertas de los principales monumentos del casco histórico y vuelven a coger aire algunos restaurantes que eran un desierto a mediodía y por la noche. No es ni mucho menos para echar las campanas al vuelo, pero éstas son fechas que invitan al optimismo y ése es un bien tan escaso en Sevilla que conviene valorarlo.

Efectivamente, algo se está moviendo, y lo está haciendo en la buena dirección. Pero los problemas de fondo que tienen a Sevilla en la situación en la que está persisten y no parece que por parte de ninguno de los poderes públicos que tienen la responsabilidad de tirar de las cosas para adelante se estén poniendo los remedios adecuados. Si al final se empieza a remontar es porque las empresas ven las cosas más claras y porque la gente ha hecho un enorme sacrificio en expectativas salariales y, como consecuencia de ello, de vida. La crisis ha supuesto un empobrecimiento colectivo y de él partimos para reconstruirnos. Pero hay que dejar claro que ni el Ayuntamiento, ni la Junta, ni la Administración central pueden ponerse medallas sobre lo hecho en Sevilla durante los últimos cinco o seis años. El Ayuntamiento, porque su margen de maniobra es el que es y su capacidad de actuación es limitada, por mucho que quisieran vender el discurso de que en manos del gobierno municipal estaba la solución de todos nuestros problemas, incluido el paro. La Junta, porque ha demostrado en este periodo que le da vergüenza invertir en Sevilla por temor a que la acusen de centralista y de crear agravio con otras provincias, y al ejemplo patético del Metro nos podemos remitir. Y el Gobierno de la nación, sencillamente porque ha dejado abandonada a Sevilla, como se demuestra presupuesto tras presupuesto; debe considerarla territorio hostil y pensar que en el 92 se invirtió para los próximos cien años.

Sevilla ha sumado a la crisis más grave de las últimas siete décadas un abandono que en la ciudad y la provincia ha sido una constante que ha marcado su historia durante más de un siglo. Si descontamos la operación de Estado impulsada en torno a la última Exposición Universal, que nos permitió no descolgarnos definitivamente del norte y el centro de España y poner la ciudad al día, cuesta trabajo encontrar muestras de respaldo institucional a Sevilla. Pero las administraciones no son las únicas culpables. Si no hay una sociedad que tome conciencia de su situación y que impulse es muy difícil que se avance. Si ahora se confirma la sensación de que Sevilla se despereza es porque esa sociedad ha decidido desperezarse.

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