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LAS EMPINADAS CUESTAS

Amparo Rubiales

Cristina Fernández

POCAS personas conocerán, al leer el título de este artículo, a quién se refiere; si hubiera añadido Cristina Fernández de Kirchner, ya habría más que sabrían que se trata de la presidenta de la nación argentina, que es, a su vez, la esposa del anterior presidente, Néstor Kirchner.

Acabo de regresar de Buenos Aires y he vuelto a reflexionar sobre la mala suerte que este maravilloso país tiene con muchos de los políticos que lo han gobernado -el peronismo es para mí casi un misterio inescrutable-, que ha contaminado también a las mujeres que, de una manera u otra, han alcanzado máximas responsabilidades.

Las más importantes han sido tres, y lo han sido en función de un político del que han dependido; me refiero a Eva Duarte "de Perón", casi "una santa" para muchos argentinos, a Isabel Martínez "de Perón", de infausta memoria, presidenta de la nación, no precisamente por elección, y la actual, Cristina Fernández, la primera presidenta electa, que es la mujer de Néstor Kirchner, el anterior presidente, que además parece futuro aspirante otra vez a presidente, y también peronistas.

Cristina Fernández, por lo que sé y he oído -quise comprar algo serio escrito sobre ella y no encontré nada-, podía haber sido una gran política; parecía reunir condiciones para ello: es abogada, había sido senadora y diputada por méritos propios, pero se olvidó, cuando fue elegida máxima mandataria, de llamarse sólo Cristina Fernández, y no añadirse "de Kirchner", y ha ido perdiendo su propia identidad, quedándose en algo así como en un apéndice de su marido.

Sé que es una afirmación muy simplista, que las causas son muchas y muy complejas, y que no tendría espacio, ni seguramente capacidad, para analizarlas todas; sólo me guía un objetivo: subrayar que algo tiene que ver esa falta de autonomía con eso de que las mujeres pierdan su apellido al casarse, y pasen, o a tener el del marido, en los países anglosajones -Hillary Cliton, por ejemplo-, o a mantener el suyo, poniéndole detrás el "de" del marido, lo cual casi es peor, porque parece que les pertenecen.

Cuando me rebelo contra estas cosas, me dicen que son menores, pero son simbólicas y los símbolos son muy importantes; somos cuidadoras de las personas necesitadas de ayuda y a su vez dependemos de los que necesitan que les ayudemos: un lío que está, sin duda, cambiando, pero del que quedan todavía demasiados residuos y uno de ellos es esta aberración cultural del apellido de las mujeres. Antes no teníamos poder y cuando lo alcanzamos es por ser "señora de" y todo, hasta lo que parece menor, produce efectos indeseables.

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