La tribuna

Luis Felipe Ragel

Estatuto catalán y selección española

DE las dos grandes noticias españolas del mes de julio, una me ha producido grata sorpresa, la victoria de la selección española en el Mundial de fútbol, y la otra no me ha sorprendido en absoluto, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán.

Hace cinco años, al intervenir en el seno de la comisión de expertos encargada de la redacción del nuevo Estatuto de Autonomía de Extremadura, entregué un escrito en el que vaticinaba que el Estatuto catalán se iba a aprobar en las Cortes con mínimas modificaciones, que el Partido Popular recurriría al Tribunal Constitucional y, como en tantas ocasiones anteriores, este órgano defraudaría las ingenuas expectativas del recurrente y daría por buenas la mayoría de las decisiones parlamentarias.

Aunque el pronóstico parezca ahora muy fácil de formular, hay que recordar que en aquellos tiempos existían otros vaticinios diferentes. Algunos políticos muy curtidos manifestaron entonces que el Estatuto catalán sufriría un auténtico varapalo en las Cortes, porque Alfonso Guerra, que era el presidente de la Comisión parlamentaria encargada de su tramitación, sabría frenarlo adecuadamente. Después se vio que Rodríguez Zapatero impuso su criterio de respetar lo que saliera del Parlament y, aunque se hicieron algunos recortes, lo más sustancial del Estatut quedó aprobado.

El Tribunal Constitucional ha hecho ahora lo mínimo que debería hacer, no dejar pasar por el gaznate aquello que era intragable, el concepto de nación catalana y su propio órgano rector judicial, acaso la verdadera línea de flotación del Estatut. Si un árbitro de fútbol se apercibe de que uno de los equipos contendientes pretende jugar con quince jugadores al mismo tiempo, no tendrá más remedio que aplicar el reglamento e impedirlo, aunque su corazón sea proclive a permitir muchas cositas, como le sucedió al tristemente famoso Howard Webb en la final del Mundial. Si no lo hiciera así, aquello ya no sería un partido de fútbol, que sólo admite once jugadores sobre el terreno de juego por cada equipo.

Pero pedirle al Tribunal Constitucional que se hubiera mojado más, que hubiera declarado inconstitucionales todos aquellos artículos del Estatut que se ha limitado a interpretar conforme a la Constitución, sería como pedirle peras al olmo. Legislar es labor propia y exclusiva de los parlamentarios; si no saben hacerlo bien y se dejan llevar por impulsos electoralistas, no debe cargarse la responsabilidad de dejar completamente perfiladas las leyes a un órgano que no es el poder legislativo.

Los dirigentes nacionalistas están que trinan, y es comprensible. Con el afán de colmar sus ambiciones personales, por el deseo de mandar de verdad en un verdadero Estado, contemplan con deleite la separación de Cataluña y prefieren que sea una potencia mediana de Europa, al estilo de Dinamarca, antes que estar integrada en la quinta potencia del continente. Es lo que intentaron el canónigo Pau Claris y el partido belicista, que se aprovecharon de la torpe política del conde-duque de Olivares y fomentaron el intento de independencia que dio lugar a la guerra de Cataluña en 1640.

Pero el pueblo catalán actual no es aquel que fue obligado a acoger en sus casas a los soldados castellanos que luchaban contra Francia en la Guerra de los Treinta Años y que motivó la entrada de los segadores en Barcelona y el asesinato del virrey, el catalán conde de Santa Coloma. Dos tercios de los catalanes de hoy decidieron hacer otra cosa en lugar de acudir a las urnas a votar el Estatut, lo que es un dato esencial para comprender la falta de sintonía entre dirigentes y ciudadanos.

Como el caminante perdido por las arenas ardientes del Sahara, Rodríguez Zapatero necesita el agua vital de los votos catalanes para seguir gobernando España y sólo por eso les prometió a sus dirigentes que defendería el texto que saliera del Parlament, aunque fuera a costa de poner en peligro la unidad del Estado.

Los políticos nacionalistas nunca se pararán. Algunos han mezclado el fútbol y la política, como el senador Anasagasti, que ha lamentado con amargura: "Cataluña hubiera podido ganar el Mundial, pero no la dejan".

Es verdad que la selección española ha utilizado el esquema de juego del Barça, que cinco catalanes han jugado todos los encuentros con la selección, que su aportación ha sido decisiva… pero ganar el Mundial es otra cosa. Para ser campeón, hay que marcar goles y, de los ocho tantos que envió a la red el equipo español, los catalanes sólo se han apuntado uno, el de Puyol. Así, podrían jugar bonito, pero no ganarían un Mundial.

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