El esfuerzo que se ha hecho en la formación musical en España en el último cuarto de siglo está paradójicamente revirtiendo en los conjuntos europeos. Creamos orquestas que se llenaron de profesores extranjeros y ahora que nuestros jóvenes tienen nivel para ocupar esos puestos, las vías parecen cerradas para ellos. Queda salir fuera, lo que, independientemente de donde uno luego desarrolle su carrera, resulta siempre aconsejable. Así lo hizo la violinista sevillana Isabel Jiménez Montes, quien con 20 años se marchó a Mannheim y en Alemania sigue casi una década después (la próxima temporada figura como concertino adjunto de la Orquesta del Teatro de Lübeck).

Jiménez Montes no pierde contacto con su ciudad natal. Ya colaboró en la pasada temporada de la Bética y ahora ha participado en el ciclo del Alcázar con un concierto extraordinario, de los mejores dedicados a la música de cámara romántica en el recinto palaciego. Contó con el apoyo de Cogato, bien conocido en la ciudad: pianista refinadísimo, elegante, con grandes recursos para el color y acompañante excepcional por la forma de adaptar su fraseo y sus dinámicas a las necesidades del compañero.

La Sonatina Op.100 de Dvorák resultó fascinante. Jiménez Montes mostró un sonido brillante, poderoso, redondo, pero a la vez muy versátil, puesto siempre al servicio de unas ideas musicales cargadas de detalles y de sentido, que parten de un tratamiento muy flexible del tempo y el color: así, apoyada también en la agilidad del arco, logró el toque de ligereza que requiere la obra y alcanzó el toque de sentimentalidad que exige su segundo movimiento sin caer nunca en la sensiblería. Más denso y pesado se hizo su sonido en esos dos movimientos transidos de nostalgia del Smetana deDe mi patria. No falló tampoco en la gran forma: la 3ª Sonata de Grieg fue visitada entre la sensibilidad del acompañamiento pianístico, la exquisitez del empaste, la intensidad del arco de la violinista y el énfasis en la capacidad evocativa de la música.