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Lo sagrado | Crítica

Las máscaras del deseo

  • Cristina Vela se inspira en una exposición en la galería Félix Gómez en los relatos de martirio de Santa Inés, Santa Lucía y Santa Águeda para proponer una mirada a los vínculos entre el dolor y el erotismo

Reproducción parcial de 'Granada', de la serie dedicada a Santa Lucía.

Reproducción parcial de 'Granada', de la serie dedicada a Santa Lucía. / D. S.

Las primeras iglesias cristianas, repartidas en las orillas del Mediterráneo, no tenían entre sí vínculos demasiado fuertes. Quizá por eso y por la difícil situación en la que subsistían, cada una creó sus propios héroes y heroínas: personas del grupo que llevaron hasta sus últimas y dolorosas consecuencias el testimonio de sus creencias. Recordar a estos hombres y mujeres era obligado y se hacía en el aniversario de su muerte, fuera porque en ese día, decían, nacieron a la verdadera vida o porque así reiteraban su testimonio, o por ambas cosas a la vez. De ahí nacieron narraciones que alternaban la crueldad de los verdugos y la firmeza de las víctimas con prodigios y milagros, todo ello recamado con el bordado de la leyenda.

Mucho después estas narraciones se fijan en dos caminos no siempre coincidentes. De un lado, la Iglesia Romana, en el siglo XVI, a la vez que corregía el calendario Juliano, distribuyó a lo largo del año la conmemoración de aquellos mártires: cada día se convertía así en defensa del culto a los santos frente a la Reforma. Las antiguas leyendas se transcribieron y ordenaron en el llamado martirologio del que de vez en cuando la autoridad eclesiástica excluía nombres o hechos demasiado carentes de rigor. Pero algunas de esas antiguas historias las fija además la cultura popular: generan usos y costumbres, legitiman normas de convivencia, patrocinan cultivos, mercados y fiestas, y de ese modo tramaron la vida de pueblos y ciudades. Otras figuras desbordaban todo localismo: San Sebastián era garantía general frente a las epidemias.

El arte, a medida que evitaba la tutela de la Iglesia, remodeló estas figuras. Hizo de San Sebastián –una ocasión sin riesgos de pintar un desnudo– un símbolo clásico (Mantegna) o un efebo (Antonello de Messina), y llenó de sensualidad los cuidados que Santa Irene dispensó al santo asaeteado (Zurbarán, Ribera). Más tarde, Goya convirtió el martirio de tres jesuitas en Canadá en un delirio caníbal. Poco a poco el arte sacaba a la luz las huellas dejadas por el deseo en las narraciones de mártires y verdugos, lecturas que potenciarían las diversas indagaciones psicoanalíticas. En esta clave, los dibujos de Cristina Vela (Jaén, 1983), licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla, intervienen los relatos de martirio de Santa Inés, Santa Lucía y Santa Águeda.

'Santa Águeda'. 'Santa Águeda'.

'Santa Águeda'. / D. S.

Cuando Santa Inés fue obligada a caminar desnuda por Roma, sus cabellos milagrosamente crecieron hasta cubrir su cuerpo. Vela une en una sola imagen el erotismo del desnudo y el de la cabellera femenina. Se cuenta que los verdugos cortaron los pechos a Santa Águeda. Vela elude (como en Santa Inés) el rostro de la joven para presentar su cuerpo mutilado mientras las manos sujetan una granada, icono del pecho femenino y fruto vinculado a Venus en la cultura mediterrénea. Convierte a Santa Lucía en una atractiva muchacha, los ojos cubiertos de vendas con ecos rojizos, y en el cuello y el pecho granos rojos de granada desplazan a las gotas de sangre.

La eficacia de estos trabajos brota a mi juicio de tres aspectos, vinculados entre sí. El primero es la indudable calidad del dibujo. Emplee bolígrafo de punta fina, grafito o acuarela, el dibujo de Cristina Vela es cuidado, riguroso y convincente. Podría tachar alguno su propuesta de meramente ilustradora. Es una opinión discutible. La ilustración duplica un relato. Los dibujos de Cristina Vela más bien lo suscitan.

'Santa Inés'. 'Santa Inés'.

'Santa Inés'. / D. S.

Sus imágenes, antes que explicitar una historia, impulsan a buscarla o a que el espectador la componga por su cuenta. No reproducen las leyendas sino que precisan su núcleo, lo abren a un antes y un después, y le dan un aire de enigma que invita a rastrear su sentido. Este es el segundo aspecto a destacar: las imágenes de Cristina Vela tienen fuerza porque, al inscribirse en el mito, lo activan y lo cuestionan. Pero este acierto –es la tercera nota a destacar– apenas puede separarse del espacio que otorga la autora a sus figuras: no se limitan a ocuparlo, sino lo animan, le dan vida.

Menos convincente es el título bajo el que los reúne. Más que a lo sagrado, leyendas y figuras, remiten a lo arcaico. Es el arcaísmo del deseo el que hace confluir dolor y erotismo, el que dignifica el sufrimiento (y la crueldad), y oculta la libido bajo el rostro de la santidad. La autora propone máscaras o disfraces en ese sentido, a veces con ironía y otras, con cierto regusto gore. Puede que las molduras con que enmarca sus dibujos recuerden a capillas o altares votivos, pero en esos recintos alumbra ante todo el arcaísmo. Hablar de arcaísmo tiene un valor añadido: mostrar que esas antiguas leyendas tienen la marca de la sociedad patriarcal. Algo que estas obras ponen sin duda en evidencia.

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