El tacto de la noche

'Toute une nuit' y 'Noche de verano en la ciudad' pueden verse como una sesión doble sobre los encuentros y los amores fugaces en las largas noches de estío.

1. Marie Trintignant y Jean-Hughes Anglade, en una escena de 'Noche de verano en la ciudad' (1990), de Michel Deville. 2. Una imagen de 'Toute une nuit' (1982), el hermoso filme de Chantal Akerman sobre la noche de Bruselas. 3. 'Une femme mariée' (1964), de Jean-Luc Godard, algunas de cuyas huellas se pueden percibir en el filme de Deville
1. Marie Trintignant y Jean-Hughes Anglade, en una escena de 'Noche de verano en la ciudad' (1990), de Michel Deville. 2. Una imagen de 'Toute une nuit' (1982), el hermoso filme de Chantal Akerman sobre la noche de Bruselas. 3. 'Une femme mariée' (1964), de Jean-Luc Godard, algunas de cuyas huellas se pueden percibir en el filme de Deville
Manuel J. Lombardo Sevilla

22 de julio 2013 - 05:00

Toute une nuit (1982), de Chantal Akerman, y Noche de verano en la ciudad (Nuit d'été en ville, 1990), de Michel Deville, están irremediablemente asociadas en mi memoria cinéfila, dos películas que comparten el tiempo de una única y larga noche de verano, dos cintas que han sabido capturar ese clima estival de cierto abandono y entrega al azar como promesa de pasiones fugaces, relaciones furtivas o amores incipientes.

El hermoso filme de Akerman se mueve entre las sombras expresionistas y los cuadros hopperianos de una noche urbana (Bruselas) de tonos más bien fríos, en planos geométricamente calculados y elegantes travellings marca de la casa. Su elocuencia es la de la composición precisa del encuadre, el gesto y el silencio de sus corazones solitarios, hombres y mujeres sin nombre que buscan en las calles, los bares, las estaciones o las habitaciones el refugio del amor, el encuentro fortuito o la calidez del cuerpo del otro. Casi no hay palabras, apenas el ruido de fondo del tráfico y los sonidos de la noche o alguna melodía que se escapa de una radio.

Me gusta imaginar que, frente a la exterioridad minimalista de cada pequeño relato esbozado en el filme coral de Akerman, Noche de verano en la ciudad, una película que trabaja sobre otro tipo de sensualidad en una misma atmósfera de abstracción y tiempo detenido, se adentra en el interior de uno cualquiera de ellos sin pedir permiso.

La película de Deville responde avant la lettre al cine de cámara, a la pieza menor y de sesgo teatral apenas cimentada sobre un único escenario, un diáfano apartamento (¿parisino?), una intuida noche de verano y dos intérpretes, la malograda Marie Trintignant y el fibroso Jean-Hughes Anglade, amantes a los que encontramos ya, sin preámbulo alguno, desnudos en la cama, intuimos que justo después del sexo.

Una mano acaricia una espalda y la cámara la acompaña en su recorrido lateral hasta la cabeza. No hay presentaciones ni nombres, ni siquiera una figura completa, tan sólo el roce fragmentado de los cuerpos, a la postre el principal atractivo de la película.

El veterano Michel Deville (Boulogne, 1931), cineasta cuya carrera se vio siempre ensombrecida por la nouvelle vague en la que a él no se le incluyó nunca, conjugaba aquí algunos de los mejores hallazgos y virtudes de su trayectoria, que arrancó a comienzos de los 60 con policíacos y comedias ligeras (Esta noche o nunca, Adorable mentirosa, Eddie el gangster) y se cerró, al menos entre nosotros, con algunos títulos interesantes y de buena acogida como Le Paltoquet, Dossier 51, La lectora o Las confesiones del Dr. Sachs.

Estrenado en España en 1992 y editado años más tarde en DVD (Notro), Noche de verano en la ciudad se postula como un filme de carácter coreográfico, por más que la palabra y sus cuidados diálogos literarios, cortesía de Rosalinde Deville, esposa del cineasta, pudieran parecer la esencia de su relato. Y es que la película no consigue anclar tanto el verbo y su capacidad de fabulación como los movimientos de sus actores, la suave agitación de unos cuerpos que bailan y se desplazan por un espacio único como si de una pieza de danza contemporánea se tratara.

He vuelto a ver la película y a la hora de escribir estas líneas apenas soy capaz de retener detalles importantes su historia, que no es otra que la de dos amantes pasajeros que buscan cada uno en el otro el interlocutor para escapar de su propio cuerpo, explicarse y explicar su mundo.

No es eso lo que más nos interesa o lo que tal vez recordaremos de este filme, aunque se trate aquí de grandes temas, del camino de la pasión hacia el amor, de la atracción y el deseo como catalizadores del recuerdo, del futuro de la pareja o el reconocimiento de uno mismo. Lo que nos interesa, y lo que parece interesarle también a Deville, es cómo poner en imágenes, cómo conseguir una forma singular para el encuentro sexual y la intimidad de la pareja; cómo filmar con ojos renovados, como si fuera la primera vez, esas sensaciones físicas de emanan del roce y las caricias; cómo hacer visible, en definitiva, el sentido del tacto, el estremecimiento o el pudor.

La cámara de Deville no sólo reconoce el espacio y lo coreografía con la complicidad de sus dos actores, sino que busca también recorrer e inspeccionar los cuerpos generosamente desnudos de la Trintgnant y Anglade, materializar en un rápido reencuadre o en un brusco corte de montaje, a la manera del Godard de Une femme mariée, ese portentoso efecto sinestésico que traduzca en un lenguaje de imágenes aquél de los afectos físicos. Salvo contadas excepciones, el cine siempre ha tenido problemas o ha abusado del cliché de sábanas blancas para asomarse a la intimidad de los cuerpos. Aquí Deville parece derribar esa frontera con una mirada propia que es, irremediablemente, una mirada también nuestra.

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