Cofradias

La Semana Santa que perdemos

  • Por mucho que veamos a lo largo de un Jueves Santo, es más lo que se nos escapa En el silencio de los Santos Oficios a veces se percibe un rumor lejano de cornetas y tambores

HAY una Semana Santa que perdemos, que se nos escapa sin remedio. Mientras ves pasar una cofradía, en una esquina, hay cinco o seis más que se han ido. Nunca como en estos días sentimos las limitaciones del tiempo y del espacio. Esas sensaciones confusas alcanzan su culminación inexorable (puede que su mayor gloria y su mayor dolor) un Jueves Santo en Sevilla.

No se necesitarían dos cuerpos, sino más de siete para saborear en plenitud lo que se nos va a ofrecer. Mañanas en los templos, que hoy tienen una oferta duplicada: los siete del Jueves Santo y los seis de la Madrugada. Una de estas iglesias, la de Santa María Magdalena, acoge a la Quinta Angustia y el Calvario, por lo que alivia algo el desplazamiento. Pero es prácticamente imposible visitar los 12 templos, con las largas colas que encontraremos en San Lorenzo, en la Macarena, en Triana, en el Salvador y en casi todos. La primera Semana Santa que perdemos el Jueves Santo es la de la mañana, para la que nos faltan horas.

Después empezarán las primeras salidas de las cofradías. En la Puerta Osario con los Negritos, en Los Remedios con las Cigarreras, en los Terceros con la Exaltación de Santa Catalina… Mientras salen los nazarenos a las calles, empezarán los Santos Oficios. En la solemnidad de la Catedral, en la familiaridad de las parroquias, en la intimidad de los monasterios…

Hay otra Semana Santa, menos trotada, sin bullas, que es la de los conventos: Santa Inés, Santa Paula, Santa Isabel, El Socorro, Las Teresas, Madre de Dios, San Clemente, las carmelitas calzadas de Santa Ana y otros monasterios donde se vive la pureza de la Cena del Señor. Esos sagrarios pobres, de los que escribió Joaquín Romero Murube, que se ven enriquecidos por la sencillez de las flores y por las antiguas piezas de plata, que se han limpiado para este día. También en los conventos de frailes se vive esta tarde de un modo especial. Se diría que en cada templo se pone a la vista todo lo que pueden ofrecer a mayor gloria de Dios. Desde el suntuoso aparato de la Catedral, hasta el más humilde, Dios está en la ciudad, en esa penumbra íntima con la que se adora al Santísimo, hoy como nunca.

Cuando ya han terminado los Oficios, cuando las procesiones eucarísticas han dejado a Jesús Sacramentado en los monumentos, el Jueves Santo se está viviendo en las calles con las cofradías, y en el interior de los templos con el rito piadoso de las visitas al Santísimo. No hay tiempo para todo. A esas horas, ya ha salido Montesión, que se nos va por la Alameda hacia la calle Trajano. Y se abrirán otras puertas, con esos cerrojos que chirrían más en la tarde de un Jueves Santo. En la Magdalena saldrá la Quinta Angustia, en la Anunciación caminarán los primeros nazarenos morados del Valle, en el Salvador se concentrará la bulla ante la rampa para no perderse el momento soñado en que comenzará a caminar Jesús de la Pasión.

Son las horas altas del Jueves Santo. Fiesta grande en Sevilla. Se agitan las mantillas con el aire de la brisa y se iluminan con la última luz bruñida de la tarde. En el interior de los templos, junto a los sagrarios, se huele la frescura de las rosas y las azucenas, y crepita débilmente un cirio rojo del que chorrean lágrimas de cera. Está el silencio sobre el que no se oyen los rezos. Puede que, al fondo, esporádicamente, llegue un rumor de cornetas y tambores.

Cae la noche, llega como si se extendiera sobre Sevilla un manto negro bordado en plata por la luna llena. A esas horas el azahar nos abruma, porque dentro de unas horas estallará en toda su gloria a los pies de la Virgen de la Concepción. Va a salir el Nazareno, con su cruz a cuesta, en tres versiones: según el Silencio, según el Gran Poder, según los Gitanos. Y será sentenciado, y sufrirá tres caídas, y morirá en la cruz del Calvario. Y detrás irá la Dolorosa, que ofrece la presentación del mayor dolor y las angustias, endulzado por la pureza inmaculada, para que brote la Esperanza a uno y otro lado del río.

El tiempo se nos ha perdido en una esquina, cuando se nos fue un paso con el reflejo del último candelabro de cola. El tiempo ya no existe. Es tanto lo que hay por vivir… Somos lo que vivimos, y soñamos lo que perdemos.

Joaquín

León

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