En Remedio en el mal, Starobinski sitúa el origen del término civilización, su moderno significado, en los días del marqués de Mirabeau y las Confesiones de Juan Jacobo Rousseau. De ahí deduce dos aspectos, muy vinculados a la Ilustración, que aun hoy acrecientan su grosor y muestran una absoluta vigencia: la vaguedad del concepto "civilización" y su naturaleza contradictoria. Para Rousseau, padre del "buen salvaje", la civilización era una lacra que habría que combatir, no tanto con el regreso a un estado de naturaleza, como con una civilización más refinada y espontánea. Del mismo modo, las Cartas persas del barón de Montesquieu mostrarán, bajo la fingida óptica del bárbaro Usbek, cuanto de convencional e injusto hay en la Francia ilustrada. Ese es también el problema inicial que se plantea esta obra sumaria del joven historiador británico Niall Ferguson. A qué llamamos civilización (occidental, se entiende), qué países pertenecen a ella y cuál es el origen de su aparente declive y su actual descrédito. De fondo, y como acicate último del presente ensayo, está el poderío emergente de la China postcomunista, cuya economía emsombrece ya la de los viejos países industrializados.
Dos obras vienen inmediatamente a la cabeza tras la lectura de Civilización. Occidente y el resto. La primera es, obviamente, la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, del británico Edward Gibbon; la segunda La decadencia de Occidente del alemán Oswald Spengler. En ambas está, como tema subyacente, la idea de la consunción y de la pérdida; si bien es cierto que uno y otro difieren en el modo de explicar la Historia. Para el historiador neoclásico, tan denostado por Ruskin, Roma cayó por un olvido de sus valores frente al bárbaro; para Spengler, que escribe su colosal pronóstico mientras atruenan los cañones de la guerra del 14, las civilizaciones crecen y se agostan por una suerte de fisiología, cuyo próximo brote se daría en Oriente. Esa parece ser también la conclusión a la que ha llegado Ferguson. No obstante, Ferguson, fiel a la tradición anglosajona, y en consecuencia, lejos de cualquier metáfora corporal u orgánica, acude tanto al relato lineal como a una exposición minuciosa de los hechos. Antes, sin embargo, ha intentado definir la civilización occidental según seis características o singularidades que, a su juicio, determinan su prolongado influjo en los últimos cinco siglos. Estas características son la competencia, la ciencia, la propiedad, la medicina, el consumo y el trabajo. Y en el diverso modo en que los países se han enfrentado a dichas cuestiones, radica el éxito o el fracaso de sus evolución histórica.
Es probable que en la obra de Ferguson prevalezca cierta perspectiva anglosajona de lo occidental; aunque bien es cierto que sustentada en sólidas razones. También lo es que al definir la civilización, Ferguson olvida una cuestión previa y fundamental: Occidente, sea cual sea el significado y el ámbito de éste, es la única civilización que, desde su inicio, ha cuestionado su propia validez, su legitimidad y su alcance. Así ocurrió, como hemos visto más arriba, desde Montesquieu y el adanismo roussoniano; y el Romanticismo no será sino el inicio de una extensa remoción de aquella idea primera. En ello seguimos todavía. A esto cabría añadir que, en el relato de Ferguson se prescinde de la historia de las ideas y, en suma, del entramado intelectual que sustentó los actos de nuestros antepasados; asunto de notable importancia que ha ocupado buena parte de la moderna historiografía continental. No obstante lo dicho, Civilización. Occidente y el resto es una obra inteligente, ecuánime, sagaz, de una varia y oportuna erudición, donde se narra el auge y el ocaso, the decline and fall en palabras de Gibbon, de una secular primacía. Los datos económicos que maneja Ferguson, con evidente solvencia, así lo predicen. Si esto da paso a una nueva civilización, o si es sólo una variante de la actual, capitaneada por un Oriente próspero y vertiginoso, es algo que quizá no tardemos en averiguar. Cabe la posibilidad, en última instancia, de que Ferguson se equivoque. Ya lo hicieron antes San Juan de Patmos y William Blake, Oswald Spengler y Mehmet II, cuyos formidables cañones, obra de un ingeniero occidental, arruinaron las murallas de Constantinopla.
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