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Memoria del amor | Crítica

Entre el flechazo y la ética de la hospitalidad

  • Kirsten Thorup explora el amor entre madre e hija en una intensa crónica con enfoque feminista

La novelista danesa Kirsten Thorup.

La novelista danesa Kirsten Thorup. / D. S.

Más allá del noir y los superventas juveniles, los dos géneros de la literatura nórdica que más trascendencia internacional han alcanzado, se van colando en los últimos años en las librerías obras y autores actuales más difíciles de encasillar. Es el caso de la novelista danesa Kirsten Thorup (Gelsted, 1942), casi inédita en español. La misma editorial que la presentó en este idioma en 2015 con La pequeña Jonna publica ahora la que quizá pueda considerarse su obra cumbre, Memoria del amor, reconocida en 2017 con el prestigioso Premio del Consejo Nórdico.

Como anuncia su título, se trata de una obra sobre el amor, sobre sus accidentes, sobre sus heridas y sobre esa relativa calma que dejan sus tempestades. Aunque la tormenta y en menor medida el gozo de otros amores crucen también las páginas de forma tangencial, la atención prioritaria de la novela es para el amor materno filial. Hasta el punto de que Tara, la protagonista, recurre con frecuencia al vocabulario del enamoramiento para describir la relación con su hija Siri: "Ser madre es entregarse a un flechazo que no termina nunca", dice.

Todo el arco que irá movilizando personajes y argumentos se tensa para ese flechazo de la maternidad. Sin embargo, en consonancia con el luminoso final, su fórmula se irá abriendo a un concepto mucho menos trágico, vinculado a la ética de la hospitalidad: "Entender la ética como el hecho de volverse como un cuerpo maternal para el Otro es repensar (al contrario que la imagen tradicional de la madre como mártir biológico) la maternidad como un regalo inherente de tiempo, un regalo que amplía el imperativo de dar a los demás el compromiso político".

Resulta así inexacto y escaso despacharla como una novela sobre el amor o sobre el amor entre una madre y una hija. A la manera de las obras magnas del realismo psicológico del XIX, Thorup se ubica aquí en el encuentro entre el naturalismo social y la radiografía de las grandes pasiones humanas, para proponernos un retrato tan individual como generacional.

La desconexión temprana de Tara con sus orígenes rurales y con su familia, al marcharse a estudiar teatro a la capital, determina un desarraigo que condicionará toda una vida dedicada a perseguir sin éxito un ideal de normalidad. Y, en ese desajuste entre lo que ella consigue identificar como su yo, sus aspiraciones y su proyección en los demás, es inevitable perder pie en el equilibrio psíquico.

Ahora que se habla tanto de la salud mental, esta obra retrata la fragilidad de un personaje en esta dimensión

En un momento en el que se habla tanto y a veces con tanta frivolidad sobre la salud mental, he aquí una historia edificada alrededor de un sujeto literario que revela de forma continuada su fragilidad en esa dimensión. Tiene mucho valor no estigmatizar a la protagonista de antemano, dejar que se vaya perfilando sin juicios ni etiquetas, por la descripción de sus acciones, la traslación de su pensamiento y las reacciones de los demás.

Es muy interesante la construcción del punto de vista. De los tres grandes apartados que segmentan el libro, solo el primero está escrito en primera persona. Esas cien páginas iniciales funcionan a modo de presentación del personaje en un formato testimonial en el que la propia Tara pareciera estar explicando a sí misma sus pormenores existenciales: "¿De dónde vengo?" y "Quién soy" se titulan significativamente los dos primeros capítulos.

Justo la maternidad, anunciada al comienzo de la segunda parte, marca un salto a la tercera persona, como si esa escisión del cuerpo en otro ser exigiese ya una mirada externa. A partir de ahí todo pasará por el filtro de una narración omnisciente. Y eso, unido al estilo indirecto que se mantiene a lo largo de todo el libro para citar con frecuencia conversaciones y pensamiento, enmaraña algo a veces el hilo de la lectura. Entendemos que también ha debido ser un reto considerable para la traducción de Blanca Ortiz Ostalé entre dos idiomas de sintaxis tan dispares.

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro. / D. S.

El tiempo de la novela es el tiempo coincidente de Tara y de la autora. Sin necesidad de especular con paralelismos autobiográficos, ambas comparten las intensas décadas que van desde su nacimiento a mediados del siglo XX hasta casi el presente. Son testigos y agentes de un período fabuloso y a la vez desconcertante. Una época que parece liberar y reconocer por fin a la mujer como sujeto histórico pero sigue cargando sobre su cuerpo, su mente y su actitud social el peso de innumerables expectativas.

La maleabilidad de ese tiempo en la percepción de Tara, su aceleración y sus lagunas, parecen irse incorporando al ritmo de la novela. Y quizá por eso es recomendable hacer una lectura paciente, no obsesionarse demasiado con encajar los acontecimientos en un orden estricto. Hay muchos, tanto en la esfera privada como en la colectiva. Con sus peculiaridades, la Copenhague de los años 70, 90 o 2000 es, como cualquier metrópolis europea, un bullicioso tubo de ensayo de eso que se ha dado en llamar la globalización, con sus hallazgos y sus explosiones.

Tara y los demás personajes que van cruzándose en su vida bracean así en primera persona en el rompeolas de la cultura, la contracultura y la historia, donde los conflictos ya no responden a la distinción clásica de la escala entre lo lejano y lo cercano. La vulnerabilidad es la norma. El horror de las grandes tragedias universales palpita en lo local. La permanente herida kurda, el polvorín balcánico tras la disolución de Yugoslavia o la crisis climática, por citar tres de los hitos reseñados en el libro, no solo nos interpelan desde la televisión, modulando las malas conciencias acomodadas. También lo hacen desde las aceras, desde los portales.

Tara y Siri se implican, cada una a su manera, en una política de lo inmediato, asumiendo también cuánto pueda haber de simulacro en su mala conciencia, pero sin pretensiones heroicas y aun a riesgo real de perder toda la base que garantiza su confort de ciudadanas del primer mundo. Y es ahí, en esa puesta en práctica radical de la ética de la hospitalidad en su referencialidad feminista, donde Memoria del amor funciona también como una novela moral en el mejor de los sentidos.

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