Obituario

Milan Kundera: el vodevil que no acaba

  • Con el escritor checo, la literatura pierde al gran último renovador de la novela, el autor que confirió al género su definitiva capacidad para explorar la experiencia humana de manera fiel y autónoma

  • Muere Milan Kundera a los 94 años

Milan Kundera.

Milan Kundera. / Tusquets

Comparaba Milan Kundera la tarea del novelista con la de un explorador de la experiencia humana. Y señalaba a Franz Kafka como primer artífice de esta ejecución de manera autónoma: si hasta el autor de La metamorfosis la novela había necesitado aliarse con la filosofía o la poesía para adentrarse en esta exploración, el género encontró en el desdichado amador de Felice la oportunidad para completar la encomienda por sí solo, con resultados que únicamente la novela podía alumbrar. Ahora que ya también nos falta Kundera, convendría reparar en hasta qué punto el autor de La inmortalidad ha hecho de la novela un género válido, capaz de abarcar lo humano en un mundo que ya no podía ser el de Kafka. Y no es descabellado sospechar que, sin Kundera, la novela habría devenido sin remedio en capricho obsoleto, pasto de nostálgicos, a partir de la caída del Telón de Acero. Pero, porque el mundo de Kundera era ya muy distinto del de Kafka, su exploración necesitaba otras guías. O, al menos, otra manera de atender a las mismas: hoy sabemos que la reacción más coherente ante la tragedia de un Gregorio Samsa transformado en cucaracha es la carcajada más sonora, y lo sabemos, por mucho que lo sugiriera el propio Kafka, gracias a Kundera, quien distinguió el resultado de una nueva entomología con una intuición que le convierte en un prodigio real, tangible y único, en la historia de la literatura. En la exploración del insecto comparece, intacto, el vodevil que quedó de la diosa de la Historia adorada por Hegel. El único ángulo posible a la hora de abordar a esta criatura es la comedia, y Kundera renovó la novela hasta las heces haciendo honor a sus maestros, de Cervantes a Sterne pasando, muy especialmente, por su precedente más querido, el Diderot de Jacques y su amo. Tumbado boca arriba, mientras agita sus patitas de manera frenética, el bicho nos habla de la comedia de la Primavera de Praga, de la delación y la condena, de la amenaza y el exilio, de la sustitución de la evidencia por el chiste. A la hora de tomar al siglo en peso, Kundera advirtió y abrazó la comedia que se le escapó a Orwell cuando nos preguntaba cuántos dedos veíamos en su mano. Todos y cada uno de sus personajes a partir del Ludvik de La broma desfilan en este vodevil, puestos bajo la lupa del explorador empeñado en diseccionar a sus polillas. Y este chiste, este comentario estúpido escrito de manera inconsciente al final de una carta que dejamos caer en cualquier buzón, el chascarrillo torpe y desafortunado que nos costará la identidad, la historia, la nacionalidad, la ética y la cultura, únicamente podía ser expresado a través de la novela. Kundera distinguió la ocasión y la aprovechó sin medias tintas. Sin este empeño, cuesta callar la certeza de que ninguna otra novela habría tenido sentido en el siglo XX.

Kundera respondió a sus propios interrogantes a través de una obra marcada por la coherencia y la renuncia

Advirtió Kundera a Philip Roth de que esta exploración de lo humano sólo podía ofrecerse al lector en forma de pregunta. Y es aquí donde Sartre lanzó la suya propia tras la lectura de La broma en relación con los insectos puestos bajo la lupa: “¿Por qué deberíamos sentir amor por ellos?” En gran medida, Kundera sí respondió a esta cuestión a través de su obra, de una coherencia aplastante pero marcada, al mismo tiempo, por la renuncia. Como exiliado, Kundera, que había sido silenciado de manera radical en Praga, donde su nombre llegó a perder cualquier acepción y significado, continuó despojándose ya en París de su lengua, su perspectiva de la historia, su construcción personal y literaria, cualquier signo que hubiera podido apelar a su existencia; y, a medida que esa renuncia crecía en su obra, de manera lenta pero inexorable, el vodevil se hacía más transparente, más cómico si cabe. El dúo humorístico formado por Chantal y Jean-Marc en La identidad, escrita ya en francés, pregona de manera extraordinaria todo lo que la desnortada galería de personajes de El libro de los amores ridículos apenas podía sospechar aún. Respecto a si debemos amarlos o no, Kundera nos hizo ver que no importa. Que nuestra motivación en este vodevil es el de la indiferencia primero y el de la insignificancia después, en esa fiesta final en la que ya no queda nadie. La carcajada ya no es tan sonora, pero la comedia es más humana. Más nuestra.

Y es en esta comedia donde Kundera más se acerca a otro de sus maestros, Samuel Beckett, quien asumió una renuncia similar (también en lo que a la lengua se refiere, en un francés ajeno y sin estilo) aunque desde una posición histórica bien distinta para conducirnos al mismo chiste servido en caliente. Nadie ha justificado la vigencia del humor de Beckett en el mundo contemporáneo como Milan Kundera. Y, seguramente, nunca expresó Kundera sus intenciones tan a las claras como en El libro de la risa y el olvido, su mejor testimonio, cruel y excepcional en su anhelo explorador, al que hay que volver siempre. Lo haremos. Aunque sea recomendable descubrir a Kundera en la juventud, el vodevil no ha terminado. Es casi de agradecer que no le dieran el Nobel. Un asunto tan serio habría empañado esta comedia sin remedio.

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