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De libros

Contra el mundo

  • 'El mapa y el territorio', la nueva novela de Houellebecq, plantea una crítica corrosiva del arte contemporáneo y de la cultura industrial en la que se inscribe.

El mapa y el territorio. Michel Houellebeccq. Traducción de Jaime Zulaika. Editorial Anagrama. Barcelona, 2011. 384 páginas. 21,90 euros.

Siempre es conveniente hacerlo, pero tratándose de Houellebecq resulta obligado separar al escritor y sus opiniones -fuente inagotable de polémicas en Francia, donde los periodistas deberían sufragarle un monumento- de las novelas a las que debe su prestigio literario. Respecto a la primera de las cuestiones, poco hay que decir. Al autor le gusta presentarse como un ser despreciable y eso siempre proporciona público, sea el de los partidarios que lo celebran como el último moralista de las letras francesas o el de quienes se escandalizan por sus ideas reduccionistas, un cóctel explosivo donde toda barbaridad tiene su asiento. Tal vez esta actitud provocadora obedezca a una mera y burda pero eficaz estrategia publicitaria. Pero incluso si responde a un cálculo interesado, no debe subestimarse la capacidad del pesimismo retroanarcoide de Houellebecq para seducir a los más viscerales enemigos de la corrección política, obsesionados con la herencia envenenada del 68. Este pobre referente, sin embargo, revela las limitaciones de su presunta heterodoxia. Puede que el legado intelectual, por así llamarlo, de los indignados de los sesenta no sea muy sólido, pero pretender que de aquellas ingenuas algaradas provienen todos los males de nuestro tiempo es un solemne disparate al que se han abonado algunos de los propios enragés de antaño.

Respecto a lo segundo, esto es, su obra literaria, no hay duda de que Houellebecq es un escritor de gran talento, como demuestran su lúcido ensayo sobre Lovecraft -cuyo subtítulo, Contra el mundo, contra la vida, serviría para caracterizar su propia poética- o novelas como Ampliación del campo de batalla y, en particular, Las partículas elementales, ambas premiadas y convertidas en hitos de la narrativa del fin de siglo. La fórmula de Houellebecq combina una mirada cáustica, disolvente, abrasiva, con un procedimiento de aparente objetivismo que no excluye altas dosis de subjetividad. Las dos novelas mencionadas, más que las posteriores, donde el autor se mostraba demasiado apegado a su propia fórmula, revelaron a un narrador brillante y original, con un discurso poderoso e irreverente. Esta nueva incursión, en cambio, saludada por algunos como su obra más contenida y valiosa, no supera, a nuestro juicio, a las primeras novelas de Houellebecq, lo que no quiere decir que carezca de interés.

El mapa y el territorio contiene una parte casi ensayística, en torno a la conversión del arte contemporáneo en un producto de mercado, y otra mejor y más propiamente narrativa, que introduce una intriga sorprendente donde el propio Houellebecq -retratado de modo inmisericorde- comparece como personaje, junto a otros no menos reales como el novelista Frédéric Beigbeder o la editora de Flammarion, Teresa Cremisi. El protagonista es el fotógrafo Jed Martin, que alcanza la celebridad casi sin pretenderlo gracias a una exposición donde reúne fotos de viejos mapas de carretera de la Guía Michelin. Reconvertido en pintor retratista, el artista traba contacto con Houellebecq y es entonces cuando la sátira sobre el mundo del arte toma la forma de una peculiar novela policiaca, aunque tampoco se detiene ahí, pues el narrador -que se demora en las relaciones de Martin con su padre, un anciano enfermo que no desea seguir viviendo- discurre acerca de numerosos aspectos de la vida contemporánea, enjuiciados negativamente desde una perspectiva amarga y melancólica que parece, en efecto, menos fiera que en otras ocasiones.

Houellebecq diserta sobre las artes y los oficios, el amor y la familia, la vejez y la muerte. Sobre la decadencia del capitalismo industrial, la arquitectura moderna, las ciudades y la propia especie humana. Trata de demasiadas cosas, en realidad, y lo mejor que puede decirse de El mapa y el territorio es que este propósito discursivo, con ser vasto, encaja de modo natural en la novela, que se lee con fluidez y está, como de costumbre, impecablemente escrita. El recurso a la autoficción, sin embargo, no añade gran cosa y revela un exhibicionismo incorregible que parece connatural a su manera -una manera muy actual- de estar en el mundo, contra el mundo. El personaje de Houellebecq desempeña un papel fundamental en la trama, pero a estas alturas parece innecesario insistir en una caracterización sobradamente conocida -siempre el resentimiento por bandera- que sólo puede explicarse, más que como autojustificación o autoparodia, como broma o carnaza destinada a los fieles. Por el contrario, el epílogo final, que se sitúa años después de la acción, en el improbable porvenir, sugiere muy plásticamente la idea de declinación o crepúsculo, sobre la que gira toda la novela. El problema, para los lectores no incondicionales, es que Houellebecq, showman de sí mismo, no parece capaz de renunciar al espectáculo.

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