Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
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Rocío Martín Ronda no puede contener las lágrimas. Las palabras se le quiebran una y otra vez, pero hay algo que le da fuerza: la certeza de que su madre sigue guiándola, aunque ya no esté.
Este año, por primera vez en su vida, Rocío hace el camino con Triana llevando su propia carreta, rodeada de sus hermanos, sus hijas y sus sobrinos. Y todo en memoria de Irene, su madre, la mujer que le enseñó a amar el Rocío desde que apenas caminaba.
"Ella está detrás"
“Mi madre me llevaba hasta a el Rocío chico, y en cierto momento ya mandaba de vuelta con mi abuela, porque ella iba de peregrina.” Así empezó todo.
Rocío recuerda cada detalle, cada parada, cada noche durmiendo debajo del Simpecado con un saco de dormir, cuando el Camino era otra cosa.
Su madre fue pionera. Empezó el camino saliendo en camiones desde la calle Alfarería, y más tarde tiró de sus hijos con una carriola propia. Siete hermanos criados entre la devoción rociera y la familia como columna vertebral. “Cuando mis hermanos empezaron a tener hijos comenzaron cada uno su reunión, pero yo seguí con mi madre. Mis niñas siempre han ido conmigo desde la barriga.”
Hasta que el año pasado la ausencia se hizo insoportable.
“Falleció mi madre… y yo no pude hacer el Camino. Era imposible. Ella era la que tiraba con nosotros”.
El dolor fue tan grande que Rocío no pisó la arena. Pero este año decidió romper el hielo y encender la llama que su madre había prendido en ella: solicitó su propia carreta. “Yo creo que mi madre está detrás. Me ha salido todo redondo. Me han dado la carrera, con lo difícil que es, y aquí vamos todos, aunque es muy duro sin mi madre".
Iba a ir sola con sus hijas. Pero uno a uno, sus hermanos fueron sumándose. Incluso una hermana que desde hace veinte años hace el camino con Gelves. “No sé cómo ha pasado. Te lo digo llorando: no sé cómo ha surgido esto. Pero vamos todos. Los siete hermanos. Con la carreta. Por primera vez.”
“Es que no sé cómo ha podido pasar esto, de verdad te lo digo”, repite Rocío una y otra vez, con los ojos llenos de lágrimas y la voz entrecortada.
Su carreta es una ofrenda viva, una promesa cumplida, un altar rodante construido con los recuerdos de su madre y de su abuela.
Esa carreta es un santuario sobre ruedas. En ella se ven las cortinas del dormitorio de su madre, un tapiz de hace 60 años que su padre compró para que sus hijos jugaran en el suelo, fotos de los que ya no están, flores vives, y en los frontiles, la historia familiar: “Betis” y “Alfarería”, las calles donde nacieron sus padres. “Es un homenaje. Yo quería que estuvieran conmigo.”
Y en efecto, están.
Porque este camino es distinto. Es duro, sí. “En cada parada me voy a encontrar con ella.” Pero es también una promesa cumplida. Un legado vivo. “Me han regalado una plaquita que pone mi nombre y debajo: ‘El legado de Irene’. Y eso lo dice todo.”
La voz de Rocío vuelve a quebrarse. Mira al cielo. La carreta avanza por la calle San Jacinto, y se mezcla con los colores de las mañanas más peculiares de Triana. Y avanza con paso firme, tal y como le enseñó su madre.
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