Empresas y empresarios

El año que vivimos peligrosamente

  • La sociedad no entiende bien el rescate de empresas cuyos directivos han percibido retribuciones muy elevadas por su gestión

Antonio Fornieles

Socio Responsable de Auditoría de KPMG en España

Recientemente el profesor Stiglitz escribía que “lo mejor que se puede decir de 2009 es que podría haber sido peor, que nos retiramos del precipicio del que parecíamos colgados a finales de 2008 y que 2010 será casi con toda seguridad mejor para la mayoría de los países”. 

En efecto, la intensidad alcanzada por la crisis financiera al terminar el verano de 2008, con la caída el 15 de septiembre de Lehman Brothers, provocó una parálisis sin precedentes en la industria financiera, que originó un sentimiento de vértigo en el que parecíamos abocados al colapso del sistema financiero. Sólo la intervención de los países occidentales, de una magnitud desconocida e inicialmente razonablemente coordinada, aportando financiación al sistema y poniendo en marcha paquetes de estímulo económico, pudo despejar ese peligro a lo largo de 2009. Los gobiernos tomaron el protagonismo y aprendieron que hay instituciones privadas, no sólo del sistema financiero, que parecen demasiado grandes para dejarlas caer. Uno de los paradigmas de esa política ha sido la toma de la gestión a mediados del 2009 de GM, uno de los iconos del capitalismo, a la que paradójicamente algunos hoy denominan Government Motors, y en cuyas decisiones ya se adivinan criterios “políticos”. Es cierto que se evitó la catástrofe, sin embargo el mal estaba hecho y empresas, ciudadanos y países completos sienten hoy de manera severa los efectos dolorosos de la crisis que saltó a la escena pública en el verano de 2007, manifestándose con claridad que éstos van a ser profundos y duraderos. Primero fueron las industrias y empresas más apalancadas e interrelacionadas con el mercado financiero, en España con mucha intensidad el sector inmobiliario y sus sectores auxiliares, después, cuando la confianza en el sistema cayó fulminada, han sido el resto.

En el final de 2009, cercanos a la conclusión de la primera accidentada década del siglo XXI, parece generalizarse la idea de que lo peor ha quedado atrás. La recuperación de los mercados de capitales parece refrendarlo. Sin embargo, nuestra percepción es que queda muchísimo por hacer o si se quiere por penar, para que los mercados recuperen la normalidad y comiencen a construir para el futuro. Así, a pesar de que las cifras muestran señales de esperanza, 2009 se ha cerrado en un ambiente de incertidumbre en el que el escepticismo está mucho más extendido que la confianza. Las empresas posponen una y otra vez sus planes de inversión y centran su atención en medidas de reducción de costes. La financiación sigue siendo un bien escaso, especialmente para las empresas de menor tamaño, que no tienen acceso a los mercados de bonos y capitales y, por tanto, dependen de las entidades financieras para seguir adelante. Hay más claridad sobre el hecho de que tendremos que pagar la factura de las medidas adoptadas para estabilizar el mercado financiero y los paquetes de estimulo económico, que sobre los beneficios y la sostenibilidad del impacto de estas acciones. Nadie parece tener la autoridad que requiere este momento y, al mismo tiempo, da la impresión de que las primeras tímidas noticias de mejoría atenúan el apetito por las tan necesarias reformas globales del mercado financiero, protagonista inequívoco de la crisis.

El crac financiero está dejando heridas profundas, en muchos casos irrecuperables, en bancos y empresas en todo el mundo. Además está generando mucha frustración en una sociedad, que no puede entender bien el rescate con cargo al contribuyente de empresas, cuyos administradores y directivos han percibido retribuciones muy importantes por una gestión que nos ha llevado a esta situación. Hoy están en cuestión verdades hasta hace poco consideradas irrefutables: las bondades de la globalización, la presunción de que los países y mercados occidentales tenían bajo control un sistema financiero de extrema complejidad y tamaño, el papel del estado en las empresas e incluso la jerarquía geopolítica. Ni los más críticos del sistema atisbaron a predecir este fracaso económico. En todo caso, se limitaron a censurar, con mayor o menor vehemencia, su incapacidad para abordar las injusticias sociales. Todo ello parece haber legitimado la participación de los gobiernos en las empresas, la revisión en profundidad de la regulación del sistema financiero y, una vez más, del propio gobierno de las empresas. Es difícil prever hasta dónde nos conducirán estos debates: cómo y cuánto se reforzaran los capitales de las entidades financieras, cuánto se endurecerá su supervisión, qué limites se fijarán a las retribuciones de sus ejecutivos, cómo se promoverá en las empresas la visión de largo plazo y el control de los riesgos de sus negocios… pero es seguro que la salida sostenible de esta crisis sólo se producirá cuando se recupere la confianza en el futuro y, a nuestro juicio, cuando quede claro que el mercado financiero es global y que sólo medidas globales pueden ayudar a que funcione mejor.

En este sentido, y para terminar más cerca de mi área de competencia, me gustaría señalar que la transparencia de la información financiera y de los riesgos de las empresas van a jugar un papel crítico en la recuperación de la confianza.

La regulación contable no ha sido ajena a las críticas producidas en esta crisis. Uno de entre las muchas prácticas y conceptos cuestionados ha sido el valor razonable (fair value). Este criterio de valoración contable, cuyo uso se ha generalizado en los últimos años, ha sido señalado como un factor pro-cíclico agravante de la crisis. Se ha sostenido que la valoración referida al mercado (mark to market) traslada inmediatamente al valor de los activos las pérdidas de un mercado bajista y escaso de liquidez, contribuyendo, por tanto, a empeorar las expectativas de los participantes en el mismo en un círculo que se retroalimenta y agrava la situación, en lugar de mejorar la transparencia como pretende este criterio de valoración.

Este cuestionamiento del valor razonable, que no es novedoso pues su aplicación ha sido controvertida desde sus inicios, explica la incorporación en las medidas anti-crisis norteamericanas y europeas de actuaciones destinadas a reducir la utilización del valor razonable, alejando la volatilidad del mercado, en lo que algunos han visto como una relajación de requisitos que habrían previsiblemente conducido a reconocer fuertes pérdidas. Sin embargo los estudios que se han realizado, tanto en Estados Unidos como en Europa, no matan al mensajero y concluyen que, en general, los inversores consideran que el valor razonable incrementa la transparencia de la información financiera, facilita la toma de decisiones de inversión y no se aprecia que haya jugado un papel relevante en las dificultades de las entidades financieras, que más bien han sido producto del incremento de las insolvencias, de la tenencia de activos de baja calidad y, en ocasiones, de la erosión de la confianza de los ahorradores. En suma, estos estudios se mostraron contrarios a suspender la contabilización a valor razonable, si bien recomiendan mejorar ciertos aspectos en su aplicación.

A nuestro juicio, en este entorno es crítico no perder la perspectiva de largo plazo. Es obvio que hay que aprender y reaccionar frente a la crisis, pero suavizar sus efectos contables no es la solución. Lo relevante en las normas contables es acelerar el proceso en marcha para la convergencia a un lenguaje contable global. En un mercado global el uso de normas contables globales, con independencia del país donde la empresa opere, es clave para la transparencia de la información financiera y la confianza de los inversores. Tampoco hemos de olvidar que una de las lecciones de la crisis es la necesidad de reforzar la coordinación global de los organismos supervisores, incluidos los relacionados con la aplicación de las normas contables. Por último, es cuestionable que debilitar la independencia de los organismos que producen las normas contables, como hemos podido apreciar en 2009, genere algún efecto beneficioso, más bien el objetivo ha de ser reforzar sus reglas de gobierno de cara a mejorar su capacidad de responder con transparencia a las necesidades de los usuarios de la información y despejar cualquier duda sobre su utilidad al interés público.

Esta crisis ha refrendado la necesidad de actuaciones en la medida de lo posible globales y, en todo caso, siempre coordinadas de los gobiernos y reguladores. Basta repasar las conclusiones de las tres reuniones celebradas hasta la fecha por el G-20. Sin embargo, está teniendo también un efecto contrapuesto en los procesos de convergencia contable: sin duda recalca su necesidad, pero las urgencias que desencadena empujan en otras direcciones las prioridades de gobiernos y empresas. Lo cierto es que existe un gran consenso sobre el lenguaje contable global y su relevancia para el buen funcionamiento de un mercado financiero estable. Es previsible que las hojas de ruta del proceso de convergencia contable deberán ajustarse para primero resolver los problemas de viabilidad de las empresas, pero ahora es más probable que hace un año que las NIIF serán las normas contables prevalentes globalmente a mediados de la próxima década. Sin duda, ello contribuirá a reforzar la confianza en los mercados financieros, imprescindible para recuperar la normalidad.

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