España

El país no es de los funcionarios

Javier Clavero

Médico

Mejor nos hubiera ido si en tiempos de holgura económica se hubiese modernizado el sector público, adaptándolo a las necesidades reales según lo que el país se podía permitir. Pero prevaleció la postura cómoda de alabar acríticamente lo existente, evitando reformas que pudieran ser conflictivas, de manera que ahora nos encontramos con servicios públicos envejecidos e ineficientes, dimensionados a la medida de las pulsiones electorales de autonomías y ayuntamientos antes que a las necesidades reales de los ciudadanos.

Sobre el análisis realista, ha imperado la consigna partidista y sindical que busca la justificación de su propia existencia. A pesar de todo lo que ha pasado, una buena parte de la opinión mantiene la venda de la ensoñación de los años eufóricos, cuando el propio presidente del Gobierno prometía desbancar a Francia y a Alemania en los primeros puestos de la economía mundial, blandiendo a bancos y cajas españoles como ejemplo de solvencia financiera.

Parece que fuera un sino español, porque, a pesar de todos los avisos, el batacazo nos ha vuelto a coger de sopetón. Como en el 98 del siglo XIX, cuando un país enardecido despedía a la armada en Cádiz con la ilusa pretensión de derrotar a una nación novata, inocente e inculta, como se suponía era Estados Unidos de America.

Ahora, como antes, con el desastre, ha llegado la perplejidad, el pesimismo y el sentimiento trágico de la patria. Al menos entonces hubo voces independientes con autoridad -los Costa, Azcárate, Picavea, Giner de los Ríos- que diagnosticaron con crudeza el mal bipolar que aquejaba a España, fruto del atraso por el inmovilismo caciquil y la corrupción. Eran intelectuales cultos y realistas, que aportaban programas prácticos para hacer un país más parecido a Europa. Los regeneracionistas proclamaban que la solución estaba en el extranjero, mientras la oligarquía señalaba a ese extranjero como causante de los males de la nación.

Entre el desacuerdo político de hoy, y sin voces de autoridad, el campo está abonado a las teorías conspirativas que niegan que el saqueo y la bancarrota sea responsabilidad de los propios españoles, señalando de nuevo al extranjero como causante del mal. Si hace un siglo era Estados Unidos el responsable, ahora es Alemania, que primero nos tendió la trampa con dinero fácil y después nos elevó los intereses para ahogarnos financieramente. Doble negocio que cargan a las inocentes espaldas españolas. Y para rematar el expolio, nos exigen desmantelar el estado del bienestar para pagar las deudas. Es la explicación más extendida entre la izquierda, los sindicatos y los ámbitos profesionales. Así se niega la legitimidad del ajuste, de los recortes y del equilibrio presupuestario.

Durante el pasado año de 2012, jueces, catedráticos y médicos han hecho plantes, huelgas y manifestaciones que han sido ensalzados en influyentes medios por basarse en la defensa del modelo social público y gratuito.

Pero si los funcionarios de los servicios públicos se amotinan por un modelo político, el asunto es más preocupante que si lo hicieran por motivos económicos particulares. Al menos si nos atenemos al aserto de Adam Smith de que la gente del mismo gremio rara vez se reúne, siquiera por motivo de fiesta o diversión, sin que terminen conspirando contra el público.

Como ocurrió en Cádiz en 1898, cuando el entusiasmo patriótico impedía ver los enormes agujeros de los buques de la Armada,  el movimiento corporativo asume que contamos con servicios públicos excelentes. La inoperancia de la justicia, los pobres resultados académicos, las insuficiencias sanitarias y la quiebra económica serían agujeros inexistentes. Estarían así los servicios públicos preparados para enfrentarse a la crisis, como Don Quijote a los molinos de viento o la armada española a la norteamericana.

Aunque solo fuera por la situación de bancarrota que vive el país, los servicios públicos están obligados a ajustarse y reformarse en profundidad, pero es que desde hace tiempo venían requiriendo un cambio que ningún partido gobernante se ha atrevido a acometer por miedo a la repercusión electoral.

La imagen de médicos, jueces, catedráticos y rectores, con sus batas blancas y sus togas negras, defendiendo en la calle el sistema público gratuito puede resultar periodísticamente amable. Pero en el fondo es una usurpación de soberanía. La definición del modelo, su amplitud y financiación son opciones nacionales, competencia indelegable de los ciudadanos. Es la gente la que ha de decidir los servicios públicos que desea, los impuestos que está dispuesta a pagar para financiarlos, y como quiere que funcionen. Y la forma de decidirlo no puede ser otra que por acuerdo de los representantes políticos en el Parlamento.

En ausencia de tal acuerdo, seguiremos con los recortes indiscriminados, dando tumbos entre intereses corporativos, sindicales y electorales. Y es que, aunque huelgue decirlo, si el país no es de los políticos, tampoco es de los funcionarios.

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