Montesquieu, Locke, ¡dadnos paz!

20 de diciembre 2025 - 03:07

Hace unos días escribí en El Conciso un artículo titulado “200 folios para un email”. Al estar disponible, me evito comentarlo. He recibido comentarios y correcciones de dos o tres profesionales del ramo. Agradecido por las críticas y puntualizaciones, es “de ley” recogerlas aquí. La dinámica interactiva y de controles mutuos entre los tres poderes del Estado es en estos momentos turbia y turbulenta.

El primer artículo de nuestra Constitución impone una básica división institucional: “De la soberanía nacional emanan los poderes del Estado”. Que el Legislativo crea las leyes, el Ejecutivo las aplica y el Judicial las interpreta y también aplica. Mencionados los poderes en varios Títulos, el mandato proscribe la arbitrariedad y el abuso de uno de ellos en sus interacciones. Principio sine qua non de todas las constituciones de países democráticos. Pero vayamos a las enjundiosas precisiones y críticas.

Pese a lo que se lee y oye una y otra vez, los jueces no dependen del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Cuyos miembros son nombrados por el Congreso y el Senado. Lo cual es objeto de lucha de partidos. El asunto, pleito, calificación, vista, sentencia o recurso no depende del CGPJ, que sí rige en materias disciplinarias o de medios materiales: la independencia de cada juez o jueza en lo jurisdiccional es absoluta. Que haya quien, soberano de la sala, confunda deontología con ideología es otro cantar. Influye e interfiere la política en el Supremo y en el Constitucional. Que la sentencia del Supremo, condenatoria de Álvaro García Ortiz, FGE, pueda ser prevaricadora, y no sólo una complicadísima narración de parte, es opinable. La evidente presunción frente a la cosa probatoria (la Justicia trata de mandatos y reglas, no de pálpitos, filias, ni fobias, ¿no?).

Con la Fiscalía sucede otro tanto. Yo lo he entendido: los fiscales no dependen “orgánicamente” del Gobierno ni de su presidente, que se limitan a designar al fiscal general. A partir de ahí, está obligado a olvidarse de él (o ella, que quizá previamente fue su ministra de Justicia: manejos factibles, aún legales). El presidente no puede dar a la Fiscalía instrucciones, siquiera puede pedirle cuentas de su gestión; qué decir de indicarle cómo tomar decisiones procesales concretas. ¿Que, entre el deber ser y el ser, va muchas veces algo más que el verbo deber? Sí, en filtrar emails. Sí, en hacer de más de doscientos folios una sentencia que contenga tufo de “voy a por ti”, por el maelstrom –peligroso remolino submarino– argumentario subyacente, por la corriente ideologizada que ignora el deber de la prueba total.

Como quien roba metros en una linde a costa de su colindero, se puede ganar desde el Ejecutivo terreno al Judicial. Y hacer imperar la ideología sobre la técnica procesal. Someter el deber al poder contaminado de partidismo. Enfrentar políticamente a la Justicia entre sus máximos rangos jerárquicos es anticonstitucional. Eso se dice uno, una vez recibidos los cosquis de quienes, pocos, saben de los fundacionales pilares del tercer (pero primer) poder. La Justicia.

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