La caja negra

Una sociedad débil e instalada en la queja

  • Educados en la sociedad de consumo, que se encarga de multiplicar las necesidades, no concebimos no beber cerveza en la calle o pasar un verano sin piscina. ¡Cuánto sacrificio!

La Policía Local inspecciona un bar de la Alameda

La Policía Local inspecciona un bar de la Alameda / Juan Carlos Muñoz (Sevilla)

La sociedad del bienestar se duele de las restricciones de una forma reveladora. Hay informativos que provocan cierto sonrojo. Parece que no podemos pasar un verano sin viajar ni sin piscina. Se ofrecen detalles del coste de las piscinas que pueden ser montadas en casa o de las rutas que podríamos hacer por el campo ante la imposibilidad de pasar la frontera. Sufrimos una suerte de angustia anticipativa por no poder planificar lo de siempre. ¿Cómo vamos a no viajar en verano?

El Gobierno nos está dando la tortillita de las prórrogas del estado de alarma poco a poco. Un trocito, el avioncito, un cuento, un alivio como el de dejarnos pasear y así día tras día hasta que nos comamos la tortilla entera. Que nos la comeremos. Somos débiles. Como nos exijan mucho perdemos las manos como el toro manso al que le bajan la muleta para obligarle sin éxito a humillar y embestir.

Estamos criados en la sociedad del bienestar, por eso se explica que rápidamente se formaran los corrillos delante del bar Jota como si nada hubiera ocurrido. Somos un pueblo sin memoria. Indolente. Preferimos ignorar para no sufrir. ¿A quién le va a hacer daño que tomemos cerveza en la calle? Llena ahí y no pidas más bacalao que entran ganas de beber más.

Cuatro multas

El Jota, por cierto, ya sufrió una pérdida de clientes cuando la construcción del carril bici y por efecto de los cambios en el sentido de circulación que implantó el gobierno de Monteseirín en Luis Montoto. Ahora le dan un rejonazo con el cierre. O mejor dicho: cuatro rejonazos. Porque han sido cuatro las sanciones impuestas por la Policía Local referidas a incumplimiento de las distancias interpersonales, el consumo de alcohol en la vía pública, el exceso de mesas, etcétera. Esta vez al menos se han visto imágenes parecidas en bares del Norte de España. Lo de beber en la calle a la primera oportunidad no es exclusivo de Sevilla. Pensamos en las piscinas, el mar y los viajes cuando tenemos encima la nube negra de esta pandemia. Casi nadie quiere reconocer la gravedad. Los políticos ejercen de padres permisivos que no quieren ganarse la antipatía de sus hijos, que son en este caso los administrados.

Confesiones de los empresarios

En los foros empresariales, donde el personal se juega sus cuartos, se tiene claro que habrá vacuna al final del año, mientras tanto toca estar alerta. Y eso es mucho tiempo para una sociedad acostumbrada a derechos y más derechos. El cálculo de los empresarios es que esa vacuna llegaría a España en mayo de 2021. La transmisión del virus es mucho mayor con la variable del tiempo. El ejemplo son los residentes de centros de mayores. Se han ido realimentando de más partículas virales unos a otros. Y el segundo ejemplo sería el de los médicos que atienden el COVID. A mayor tiempo de exposición al riesgo, hay una mayor probabilidad de contagio. El daño económico será tan grande que habrá hambre y quiebras, según vaticinan los empresarios en privado. La recuperación plena nos llevará un mínimo 20 años. La sociedad será como un gran bosque quemado que tarda décadas en volver a ser verde. La verdadera cara de la crisis se verá en 2021, cuando más de 500 millones de habitantes del planeta estarán en la considerada “extrema pobreza”.

Por supuesto, los restaurantes, las misas, los funerales, los coros y las celebraciones como los cumpleaños son concentraciones de elevado riesgo de infección. No podemos pensar que antes de un año se pueda ni soñar con vivir como antes de la pandemia. El Festival de música de Berbier, por ejemplo, se ha suspendido ya seis meses antes. Se evitan así gastos innecesarios.

Hay quien ya duda seriamente de que haya Semana Santa en 2021. O la vacuna llega rápido o quién ofrece garantías de que, por ejemplo, cuarenta hombres puedan estar hacinados debajo de un paso. Y podemos seguir poniendo ejemplos locales. Hace muy poco tiempo, en pleno mes de marzo, el alcalde Espadas recomendaba viajar. “El turismo abre la mente”, dijo para criticar que en la ciudad hay demasiadas “mentes cerradas”. La felicidad se conecta directamente con el consumo. El estado del bienestar ha supuesto la creación de necesidades que no son reales, pero que las concebimos como si lo fueran. Hay que meter en cintura una sociedad acostumbrada a tenerlo todo por la vía del dinero que tiene, o mediante un crédito si no lo tiene.

"El turismo ha muerto"

La fase primera no es ninguna panacea. Convendría dejarlo claro a los 2,6 millones de andaluces que residen en Granada y Málaga, rifirrafes políticos al margen. En esta crisis lo peor son las prisas. Muchos puestos de la Plaza de la Encarnación no abren. Hacen como la mayoría de los bares. Los que abren no tienen cola de clientes, pese a la calidad y a la oferta variada. Ocurre que la clientela de este mercado de abastos está compuesta por muchos profesionales que trabajan en la zona, pero que viven fuera del centro. Los taxistas del Aljarafe están deseando que reabra el Hotel Alcora y que Sevilla pueda recibir turistas. Sin clientes en el hotel, prácticamente no hay trabajo. No se precisan apenas desplazamientos ni a la capital, ni al aeropuerto, ni a la estación de Santa Justa. Pero habría que proclamar a lo Arias Navarro: “Sevillanos, el turismo ha muerto”. Nos tendremos que mirar unos a otros a la cara. Invitarnos a las piscinas de quita y pon. Quizás se echen en falta ahora los valores que se enseñaban en el servicio militar que se cargó Aznar. Valor, dureza, disciplina, sacrificio… Hemos pasado de reclamar aire acondicionado en todas las aulas a quejarnos de que no hay ordenadores suficientes para las clases telemáticas. ¡El caso es quejarse! ¿Por qué? Porque nos enseñaron a exigir el confort. A darlo por hecho. Nadie explica que las verdaderas metas en todos los órdenes se suelen lograr, precisamente, en la adversidad. No se trata de volver a vivir como en el siglo XIX, ni de idealizar miserias pasadas, ni de recrear una Plaza Nueva con el firme de albero e iluminada por farolas que se debían encender a mano. Hay que estar en casa, trabajar desde casa y tal vez pasar el verano en casa. No es ningún castigo, es una exigencia del guión, pero ahora nos damos cuenta de que nos vendieron un guión falso.

Ayer perdíamos los nervios por el atasco de la calle Águilas, los ruidos de la calle Baños, las retenciones en la salida hacia Utrera o, por supuesto, la densidad del tráfico hacia el Aljarafe en hora punta. Y hoy no sabemos cómo será no ya el verano, sino el próximo año. Los empresarios lo discuten ya en privado, los políticos preparan discursos todo lo amables que pueden y los ciudadanos piensan en piscinas. Aquí el caso es bañarse y comer mucho, tener aire acondicionado en las aulas y que no haya tareas del colegio para hacer en casa. ¿Qué se puede esperar de una sociedad que exige sin rubor alguno que no haya deberes en casa para los adultos del mañana? Si el mando único llegase a ser de derechas, el estallido social estaría asegurado. ¡El PP proclamando un estado de alarma! Piénsenlo. Al menos tenemos el derecho al consuelo.

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