Aquella víspera de cónclave con un cardenal elector

La Caja Negra

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El cardenal Amigo la mañana posterior a la fumata blanca en la Plaza de San Pedro.
El cardenal Amigo la mañana posterior a la fumata blanca en la Plaza de San Pedro. / M. G.

Aquella noche de marzo de 2013 nos vimos en la Iglesia de Santiago y Santa María de Montserrat de los Españoles, donde reposan los restos de los dos papas valencianos, los Borgia (Calixto III y Alejandro VI). Era el templo dedicado al cardenal Carlos Amigo Vallejo, arzobispo emérito de Sevilla. Cada purpurado tiene asignada una iglesia en Roma. Don Carlos dijo misa en la suya y después se quiso sentar a charlar con toda serenidad. Hasta nos dejó hacerle fotografías en la sacristía. Una de ellas fue la portada de Diario de Sevilla del día siguiente, justo la jornada en que comenzaba el cónclave. Se le notaba que era su segunda experiencia como elector. Acudía a lo ya conocido. Estaba muy calmado en comparación con otros cardenales españoles a los que se les notaba alborotados, caso de Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, que vivía su primer cónclave y que celebró misa en el Colegio Español con posterior cena en una mesa muy poblada de invitados. Don Carlos no exhibía ni siquiera ese punto de nervio alegre que sí le notamos cuando diez años antes el papa Juan Pablo II anunció su creación como cardenal un domingo de septiembre tras el rezo del Ángelus.

El embajador de España ante la Santa Sede, Eduardo Gutiérrez Sáenz de Buruaga (Madrid, 1958) nos había hecho una confesión horas antes en su despacho con vistas a la Plaza de España, al que se llegaba tras recorrer un verdadero museo de bustos de Bernini, lienzos de pontífices españoles y enormes tapices de barrocas escenas. "Los cardenales me dicen que puede haber una sorpresa". ¡Claro, él había almorzado con ellos el día previo! Le preguntamos al cardenal Amigo si eso podría significar la elección de un Papa fuera de todo pronóstico, de algún país insólito, alguien que fuera un verdadero desconocido para la gran mayoría. "El Espíritu Santo no entiende de nacionalidades, Carlos. ¿Te llevamos al hotel? Está lloviendo". Tema zanjado. Le expliqué que me alojaba en un convento, pero no un monasterio de valores artísticos catalogados, con patio porticado, refectorio y capilla con retablo. No, no, no. Un bloque de pisos normal y corriente, funcional, limpio y cerca del Vaticano. Y, por supuesto, económico. En el fondo era un resort. La habitación tenía lo imprescindible. Todo unitario: una cama, un enchufe, una lamparita, un armario con una percha, una ventana sin vistas... Muy cerca había un bar donde no entendían que cada noche me fuera tan pronto: "Es que las monjas me cierran a las once y cuarto". "Oh, pobre stampa, pobre stampa...", se lamentaba el tabernero que mezclaba el italiano y el español. El último día me invitó a chocolate.

El hermano Pablo, secretario personal de don Carlos, dio instrucciones al chófer del parque móvil del Vaticano y me acercaron a mi convento con toda amabilidad. Fue un inolvidable paseo por una Roma lluviosa en vísperas de cónclave. No sabríamos cuánto duraría el encierro de los señores cardenales, cuándo nos volveríamos a ver y poder hablar. "Te llamaremos". Sonó a pura cortesía mientras me bajaba del asiento del copiloto. Ante las religiosas del convento, que me estaban esperando, gané puntos cuando me vieron bajar del coche con semejantes acompañantes. La prueba es que a la mañana siguiente me pusieron imágenes de la Semana Santa de Sevilla en el desayuno (en particular de mi hermandad de La Redención por la Pila del Pato), pero les rogué que si era posible conectaran con algún canal de noticias. Los italianos solo querían empujar por la candidatura de Scola hasta el punto de que cometerían el pifiazo de difundir la nota de prensa con su nombramiento como Papa. Un desastre que debió acarrear alguna dimisión.

El embajador de España ante la Santa Sede en marzo de 2013.
El embajador de España ante la Santa Sede en marzo de 2013. / M. G.

El cónclave fue rápido. Cinco votaciones. Una en la sesión vespertina de apertura. Y cuatro al día siguiente: dos por la mañana, dos por la tarde. Salió Bergoglio al balcón. La radio entrevistaba horas después al arzobispo Asenjo, ex secretario general de la Conferencia Episcopal Española. "No estaba en las quinielas". A la mañana siguiente sonó el teléfono: "¿Dónde está usted? Estamos en la Plaza de San Pedro. El cardenal le está esperando". Pues sí, era cierto. Me llamaron. Un gamo no corrió más que un servidor aquella mañana para llegar al lugar de la cita. Y allí estaba un cardenal elector entre la gente: periodistas, turistas, policías... Don Carlos contó que la cena de fin del cónclave de 2005 en la Casa de Santa Marta fue muy austera. En cambio, la de 2013 resultó más alegre, con un carácter más festivo si cabe. Se notó a la hora del postre, nada frugal: pudding de helado y frutas. Contó que a las once de la noche se habían ido ya todos los cardenales a sus habitaciones, incluido el nuevo Papa. Un horario muy tardío para cerrar los ojos en Italia, más aún para eclesiásticos. Al parecer, alguno llegó a comentar que ya no merecía la pena ni acostarse. El cardenal Amigo había llegado al comedor a las siete y media para tomar el desayuno. Vio al nuevo Papa hablando con varios cardenales y se acercó a saludarle. Antes de que pudiera decir nada, Jorge Mario Bergoglio se adelantó sonriente y relajado. "­¿Qué tal, Carlos? ¿Cómo has dormido? Dime, ¿cómo te encuentras?" Y el cardenal contó que le respondió con alegría. Se conocían desde hacía años. Se tenían mucho afecto y siempre se notó cordialidad entre ellos.

En la Plaza de San Pedro no soportábamos ya la lluvia pejiguera del día anterior. El cielo azul romano ayudaba a ese clima de alegría serena. "­Estoy muy feliz, muy contento, muy agradecido a Dios y a tantas personas como nos han apoyado con su oración y con su afecto. Hoy tengo una sensación de libertad, después de haber estado con una tensión lógica, aunque cuando uno tiene cierta edad, lo de defender a los más viejos se toma como algo corporativista. Tengo la satisfacción del deber cumplido". Doce años después tal vez se mantenga la lluvia. Y seguro que se sufren los vacíos que solo es capaz de llenar la memoria agradecida.

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