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  • Regresa por tercera vez al Teatro de la Maestranza 'El Gato Montés', de Manuel Penella, ahora con el protagonismo de la granadina Mariola Cantarero y el onubense Juan Jesús Rodríguez

Javier Menéndez, director del Teatro de la Maestranza, presentando junto a los cantantes esta producción.

Javier Menéndez, director del Teatro de la Maestranza, presentando junto a los cantantes esta producción. / José Angel García

La ublicación de la novela Carmen en 1845 apenas si tuvo repercusión en una España por entonces sumida en su propia reinvención como Estado y como sociedad en plena transición del Estado absolutista al constitucional. Estaba, pues, en proceso de construcción la propia identidad española, una conciencia nacional que se hubiera podido sentir agraviada por la imagen que de la misma se desprendía de la obra de Merimée. Tres décadas más tarde, sin embargo, con el nacionalismo español en plena efervescencia y con el proyecto como nación de equipararse al resto de las naciones europeas en la expansión colonialista, la ópera de Bizet sí que destapó acerbas críticas y reproches por ofrecer al mundo una España tópica y arcaica que se pretendía haber dejado atrás en el pasado. Importantes representantes de la cultura rechazaron ese mundo de gitanos, bandoleros y pasiones y violencias primitivas. Claro que también otros escritores y artistas, al ver la deriva modernizadora que dejaba en el olvido las tradiciones, se instalaron en una evocación falseada y canonizada de las mismas, dando lugar esa corriente casticista tan propia del teatro y la pintura de entorno al 1900. Máxime con el peso moral sobrevenido tras la derrota de 1898 y la reflexión sobre "los males de la patria", en palabras de Lucas Mallada.

A esa corriente casticista obedecen tanto el libreto como la música de Manuel Penella para su ópera El gato Montés, estrenada en el Teatro Principal de Valencia el 23 de febrero de 1916 y que llega este jueves y el sábado al Maestranza en una producción procedente de la Ópera de Tenerife, con el protagonismo de la granadina Mariola Cantarero y el onubense Juan Jesús Rodríguez. Es evidente que el compositor valenciano no pretendía plasmar una visión realista de Andalucía y de Sevilla, una perspectiva de la que huyó casi siempre el mundo de la zarzuela y de los sainetes de los que emerge esta ópera. Poner ante el público la realidad que le rodea cotidianamente no hubiese atraído su favor ni su asistencia. Era más eficaz ofrecer visiones fantasiosas, pintoresquistas, llenas de tópicos y de recursos escénicos y musicales avalados por el éxito repetidos de obras precedentes.

Por ello, cuando se pretende definir a El Gato Montés de verismo a la española se está cayendo en una contradicción flagrante, porque la Sevilla de gitanos, bandoleros, toreros que aparece en ella es completamente falsa, un pobre cartón piedra tejido con los más sobados tics con los que se identificaba lo andaluz en el imaginario español de la época. Empezando por ese falso lenguaje sevillano que destroza el habla y enrojece a quien lo escucha. Y siguiendo por la (escasa) definición caracterológica de los personajes, que no son más que fantoches y figurones repetidos una y mil veces en el teatro costumbrista. Para rematar con una trama argumental llena de incongruencias y sin apenas originalidad. Si se quiere saber lo que es un auténtico verismo español hay que referirse a Las golondrinas de Usandizaga, a Curro Vargas de Chapí, a Juan José de Sorozábal o, ante todo, a La vida breve de Falla, títulos todos que, por cierto, aún no han sido escenificados en el Teatro de la Maestranza.

En lo musical, El Gato Montés transcurre por similares sendas populistas. Garrotines, sevillanas, zambras y pasodobles van articulando un discurso musical ininterrumpido y en el que es fácil descubrir el peso de algunos estilemas del verismo operístico italiano, como la tendencia al canto en forte y la intensificación de la línea del canto con una orquesta que la dobla, sin apenas juego para sutilezas orquestales. Breves células melódicas aparecen y reaparecen a modo de temas identificadores de personajes, pero en Penella no cabe buscar la finura en la modificación de los temas ni la sutileza de sus apariciones de un Puccini. Prueba de la reducida riqueza de la inspiración de Penella es que tras la escucha de El Gato Montés apenas si se recuerda algo más que el archiconocido pasodoble, enunciado primero en el dúo entre Soleá y Rafael y luego ampliamente desarrollado en el segundo acto en la escena de la corrida. Escaso bagaje nos parece tras dos horas de música.  

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