Cultura

Asier Etxeandia y los amigos invisibles

  • El Fest se inaugura hoy con 'El intérprete', un recital en el que el actor vasco promete un alarde de virtuosismo

De pequeño, Asier Etxeandia inventó una liturgia para calmar esa incómoda soledad que padecen aquellos niños que son diferentes. En la intimidad de su habitación no tenía que reprimir esa imaginación desatada que despertaba recelos en la vida real y abría el dique que refrenaba ese caudal que llevaba dentro: cantaba ante sus amigos invisibles y así olvidaba los momentos de incomprensión y desamparo que sufría cada jornada de colegio. Hoy, convertido en uno de los nombres más respetados del teatro actual, el bilbaíno regresa a ese escenario, el dormitorio de un chaval que soñaba con ser un artista, para El intérprete, la celebración de un actor en plenitud, una ceremonia repleta de música en la que Etxeandia entona un canto de amor a su oficio. El espectáculo, uno de los fenómenos de las últimas temporadas, inaugura hoy en el Lope de Vega (20:30) una nueva edición del Festival Internacional de Artes Escénicas de Sevilla (Fest) con las entradas casi agotadas (ayer tan sólo quedaban unas pocas localidades de palco).

Etxeandia, que se ha revelado como un verdadero monstruo escénico en propuestas como Cabaret, en sus trabajos a las órdenes de Tomaz Pandur (Medea, Hamlet, Barroco e Infierno) o de Blanca Portillo (La avería, con la que ganó el Max y el Premio de la Unión de Actores), y en la más reciente La Chunga de Mario Vargas Llosa, se busca aquí (y se encuentra) a sí mismo en sus raíces, en ese tiempo originario al que le debe "todo lo que soy: el actor, el cantante, el cantactor... el intérprete".

En sus funciones en La Latina o el Circo Price de Madrid y en otras ciudades por donde ha estado de gira -clausuró este verano la última edición de la Feria de Teatro en el Sur de Palma del Río-, Etxeandia contagia la felicidad al público con un repertorio ecléctico en el que conviven Kurt Weill, Chavela Vargas, La Lupe, David Bowie, Talking Heads o Madonna. Esa catarsis a modo de recital cautiva no sólo por la verdad que su protagonista -respaldado por la percusión y electrónica de Tao Gutiérrez, el piano de Guillermo González y el contrabajo de Enrico Barbaro- le imprime a cada canción. También porque los espectadores se sienten reconocidos en este acto de justicia poética que viene a desdecir los agravios de la infancia: al final, el patito feo se transformó en cisne... en este caso, en un animal escénico de asombrosa versatilidad.

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