Ballet Flamenco de Andalucía | Crítica

Una generosa y agridulce celebración

El Ballet Flamenco  de Andalucía, durante la inauguración en el Lope de Vega.

El Ballet Flamenco de Andalucía, durante la inauguración en el Lope de Vega. / José Ángel García

Los caprichos del destino han hecho que la Bienal de Flamenco vuelva a inaugurarse en el Teatro Lope de Vega y que sea el Ballet Flamenco de Andalucía el encargado de hacerlo. Y no es que no se lo merezca, sino que este 25 aniversario que nos presentó anoche fue también el fruto de una coyuntura -la celebración de su primer cuarto de siglo- que muchos pudimos ver el pasado 26 de noviembre en el Teatro de la Maestranza.

Y menos mal que hubo un 26 de noviembre. Porque aquella fue una noche de emociones, de reencuentros, de añoranzas… y de abrazos, de muchos abrazos. Anoche, en cambio, en el patio de butacas todo quedó velado: la sonrisa abierta, el ole, el grito de ánimo… Casi todo quedó diluido bajo el color y el molesto calor de las mascarillas.

El espectáculo que vimos tampoco fue el mismo. Aunque no se notó, había menos bailarines -faltaba el apoyo de los chicos y chicas del Centro Andaluz de Danza, ahora sin actividad- y las coreografías de Manolo Marín y Rafaela Carrasco, que interpretaron Rafael Campallo y la propia Carrasco, han desaparecido para dejar paso al baile de dos grandes figuras: Ana María Bueno y Javier Barón.

Suponemos que la elección de las coreografías habrá obedecido también a circunstancias ajenas, como todo hoy día. No sirve de nada preguntarse el porqué de lo que está y, sobre todo, de lo que falta de esos 25 largos años de aventuras, no siempre halagüeñas, del BFA.

La velada empezó por el principio, es decir por esa espectacular ópera flamenca de Mario Maya llamada Réquiem. Ritual laico para el fin del milenio con que nació para los escenarios la por entonces llamada Compañía Andaluza de Danza. También nació con De lo flamenco, pero esa suite flamenquísima de Maya la acaba de incorporar a su repertorio el Ballet Nacional de España. Del Réquiem con Diego Llori a la cabeza, destacó el círculo del Bolero, un guiño a Ravel y a Béjart, y esas percusiones de bastones y zapateados tan del gusto del desaparecido maestro.

Luego llegó uno de los mejores momentos de la noche. Cante y baile sin más. Una caña perfectamente medida y aderezada para el baile sobrio, elegante e intemporal de Ana María Bueno. Con bata de cola verde y negra, mantón bordado, moño y peinecillos a la antigua usanza, Bueno fue sembrando preciosas estampas y un pausado diálogo entre el cante y sus preciosas manos de escuela sevillana. Un baile que había que saborear porque no va a haber en esta Bienal muchas oportunidades de ver a esa generación de bailaoras tradicionales e impecables, lazos de unión entre las que se fueron y las que vemos hoy día en los escenarios.

La bailaora Ana María Bueno ofreció uno de los mejores momentos de la velada con su baile elegante e intemporal, netamente sevillano

Con ese sabor del flamenco individual entramos en otra pieza coral, casi cinematográfica, en la que se lució toda la joven compañía. Era Cosas de payos, compuesta por Javier Latorre sobre el disco de Enrique Morente Fantasía de Cante Jondo. ‘Yo, poeta decadente’, que decía Manuel Machado… Fue en 1999, bajo la dirección artística de José Antonio, autor además de la seguiriya perteneciente a La leyenda que el cuerpo de baile interpretó arropando a una dualidad (una de cuyas caras fue encarnada por Úrsula López, con una larguísima cola blanca), con la que José Antonio rememoró la personalidad inconmensurable de Carmen Amaya.

Rosa Belmonte y Mariano Bernal en una imagen del 'Réquiem' de Mario Maya. Rosa Belmonte y Mariano Bernal en una imagen del 'Réquiem' de Mario Maya.

Rosa Belmonte y Mariano Bernal en una imagen del 'Réquiem' de Mario Maya. / Juan Carlos Muñoz

Con un fragmento de Viaje al Sur, uno de los espectáculos más emblemáticos de la época de Cristina Hoyos (directora artística de 2003 a 2010), llegó el color, un rojo que dio alas a las mujeres para expresar toda su sensualidad, con Rosa Belmonte al frente (y Mariano Bernal al de los hombres). Por fin estallaron los aplausos. El público, amordazado y mayoritariamente local, empezaba a relajarse.

Y del período de Rubén Olmo (de 2011-2013), el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías nos transportó a la plaza de Manzanares, donde asistimos a la cogida y muerte del gran amigo de Lorca (aquí Cristian Lozano, un maestro con el capote) a manos de un terrible toro negro formado por toda la compañía.

Y cuando la velada se deslizaba hacia el final, hacia el incierto presente, otro bocado de flamencura de la mano del veterano Javier Barón, que interpretó unas alegrías contenidas y jubilosas a un tiempo que fueron también muy aplaudidas.

Tras casi dos horas de espectáculo, Con permiso, más, de la actual directora artística, permitió de nuevo el lucimiento de unos jóvenes que llevan muy poco tiempo juntos como para tener una personalidad propia pero que dejaron bien claro que mimbres y ganas no les faltan.

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