silencio | Crítica de teatro

Blanca Portillo es dios

Blanca Portillo, súblime, en 'Silencio' de Juan Mayorga

Blanca Portillo, súblime, en 'Silencio' de Juan Mayorga / Javier Mantrana

Como se ha utilizado varias veces en la publicidad, Blanca Portillo es, posiblemente, la mejor actriz española de este momento. Si hubiera dudas sólo hay que asistir a esta propuesta ‘imposible’ que realiza junto a su amigo, posiblemente también, el mejor dramaturgo español vivo, Juan Mayorga.

‘Silencio’, sobre el papel, resulta anti teatral. Entiéndanme, la obra está basada en el discurso de entrada en la Academia de la Lengua que dio Juan Mayorga en mayo de 2019. Un texto elevado y teórico que tenía como tema central el ‘silencio’ dentro la actividad teatral. La llegada a la Academia de Mayorga hacía justicia a la literatura dramática que tras la muerte de Francisco Nieva solo contaba con el académico José Luis Gómez.

Una pandemia de por medio hizo que esta pareja concretase en pieza teatral lo que se había escrito exclusivamente para  un puro acto académico en el que Mayorga, maestro de la palabra hablaba, sin embargo, del silencio, gran efecto dramático. De esos grandes mutis y de cómo un actor “puede abrir en el cuerpo de una frase o entre dos frases un espacio en que cabe un mundo”.

Ya en 2019, Mayorga jugaba con la posibilidad de haberle pedido a un intérprete que leyese por él su discurso y éste parece ser el germen de que ahora veamos en los escenarios este monólogo representado por una Blanca Portillo que se transmuta en el autor, enfundado en un frac que nos recuerda a Charlot.

La primera parte de la obra es una conferencia. Portillo exagera su personaje. Lo lleva a la máscara y oculta su genio en breves palabras que afloran poco a poco que se van colando como si la gran actriz pidiese paso. Hace varios intentos de abandono en los que se va haciendo con los espectadores e interactúa con el técnico envolviéndonos en la tramoya teatral.

Se queja de lo prolijo del texto, habla por nosotros, y de pronto, tras desprenderse de la chaqueta, de la pajarita, de todo aquello que la oprime comienza a desarrollarse el milagro.

De la teoría pasamos a la práctica. Del sentido etimológico de la palabra ‘silencio’ nos adentramos en La casa de Bernarda Alba de Lorca. En la incapacidad de expresarse de Woyzeck, ese personaje que muchos no recuerdan pero que lo vemos todos los días en las calles. De los silencios de Chéjov, de la parábola del Gran Inquisidor de Dostoievski, del Segismundo de La vida es sueño de Calderón y, cómo no, de Hamlet.

Y es en este momento cuando uno olvida lo anti natura de la génesis de esta obra y se queda embobado, como los niños de Hamelín, ante la maestría, grandeza y genialidad de una actriz que se abre, se desdobla y se divide, dando vida a cada uno de estos personajes en un carrusel mágico que nos hace volar en el mejor de los teatros posibles.

Tanto Mayorga como Portillo pecan de exhibicionismo. El primero con su texto permutado en obra y la otra con su despliegue artístico en el que uno acaba cayendo de rodillas arrobado por su impecable interpretación, por su camaleónico trabajo que nos hizo ir de Poncia a Bernarda, de Rosaura a Segismundo, de Woyzeck a Chéjov, del Gran Inquisidor a Hamlet con solo un cambio de matiz en su voz y en sus facciones. Por cierto, benditas las manos de la Portillo.

El público sentenció con una ovación clamorosa donde se aplaudió por bulerías desde el primer segundo.

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