ORQUESTA DE CÁMARA DE BORMUJOS | CRÍTICA

Manuel García, a la buena sombra de Mozart

La Orquesta de Cámara de Bormujos y Álvarez Calero al frente.

La Orquesta de Cámara de Bormujos y Álvarez Calero al frente. / Federico Mantecón

Si bien asociar en el mismo programa a Manuel García (o a cualquiera de sus coetáneos que no fuese Haydn) con Mozart va a resultar siempre en demérito del sevillano, no deja de tener su lógica si recordamos que García siempre se manifestó como admirador absoluto del genio de Mozart, cuyas óperas, especialmente Don Giovanni, cantó con asiduidad a una y otra orilla del Atlántico. Precisamente ese Don Giovanni que García cantó en Nueva York ante el mismísimo Lorenzo Da Ponte y que precede en pocos meses a la composición de la sinfonía nº 40.

Alberto Álvarez Calero, siempre a la búsqueda de composiciones olvidadas de los tiempos a caballo entre el siglo XVIII y el XIX, ha tenido el acierto de darnos en su tierra esta insólita composición, la quinta por numeración de un conjunto de sinfonías de Manuel García del que tan sólo nos han llegado tres. Adscrita por completo al estilo clasicista, con una forma sonata monotemática en el Allegro inicial, demuestra la completa asimilación del lenguaje sinfónico de su época, incluso con aires schubertianos en el Andante con moto. Álvarez Calero así la entendió e imprimió un fraseo incisivo, rico en acentos, con ataques enérgicos, acortando los silencios, con poco vibrato en las cuerdas y el legato justo en momentos puntuales. Salvo unos violines que mostraron escaso empaste, de sonidos irregulares (sobre todo en el segundo tiempo), la orquesta sonó con buen sonido, especialmente las maderas, muy inspiradas todo el concierto. A un Minuetto saltarín, con un sorpresivo pedal suspensivo en el Trío, le siguió un Ultimo Allegro fraseado con gracia galante en su tema central.

Cambio de clima: la batuta imprimió un sello de dramatismo casi agónico  en el primer tiempo de la sinfonía de Mozart, con gran cuidado en las dinámicas (bellísimos crescendi que se abrían como una iluminación en el Andante, por ejemplo) y enérgico sforzandi. El mismo espíritu trágico que sobrevoló el Menuetto, llevado con férrea fuerza expresiva, para desembocar en un Allegro assai al que todavía se le hubiera podido extraer más carga dramática, pero en el que hay que aplaudir la claridad en el desarrollo de las voces, pues fueron perfectamente identificables los contracantos de las maderas.

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