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ROBERTO DEVEREUX | CRÍTICA

Atrapados en la red de las pasiones

Isabel I como una gigantesca tarántula.

Isabel I como una gigantesca tarántula. / Guillermo Mendo

Casi ciento ochenta años han pasado desde que se hiciera por última vez en Sevilla, en aquel desaparecido Teatro Principal, este título de Donizetti. No ha sido, de todas maneras, visitante habitual de los cartelloni de los teatros líricos y tras su escucha se explica uno el porqué. Pues se necesitan cuatro cantantes de primerísimo nivel, avezados en el estilo y lenguaje belcantista y capaces, en el caso de Elisabetta y de Roberto, de llegar incólumes a sus escenas finales tras haber ya cantado más que en muchas óperas de repertorio.

Por ello hay que felicitar al Maestranza por haber sabido cerrar un cast muy redondo y completo, comenzando por el director musical, un Yves Abel que ha mostrado conocerse al dedillo todos los recursos estilísticos. Estableciendo un sonido ligero y transparente en la orquesta, con atención al papel dramático que por momentos adquiere el foso (como esa fuerza dramática que emerge en la escena de la revelación de la cinta bordada, por ejemplo). Sin dejar caer el tempo, tampoco se dejó llevar por aceleraciones bruscas, manteniendo siempre el pulso y el ritmo en las escenas más dramáticas. Fue especialmente magistral su manera de acompañar, de acunar casi, a las voces en las cavatinas, con equilibrio perfecto entre foso y escenario y una respiración común con las voces. Así es como se dota de sentido en la actualidad a músicas como éstas, tan alejadas a veces de las sensibilidades musicales contemporáneas.

Ismael Jordi volvió al Maestranza precisamente tras su Anna Bolena de hace seis años. Pocos tenores hay en la actualidad que sepan dotar de vida a estas partituras merced a su conocimiento exhaustivo de los resortes del estilo belcantista. En primer lugar, el control total de la voz, del sonido, de la emisión, en un fraseo rico en reguladores, en medias voces, en juegos dinámicos. Cincela cada frase hasta el mínimo detalle, abriendo y cerrando el sonido, planteando sfumature de una delicadeza inigualable. Y siempre al servicio de la expresión de las emociones. Cada acento y cada regulador nos adentran en el significado dramático de la frase musical.

Auyanet fue creciendo en intensidad conforme avanzaban las escenas. Quizá por guardar fuerzas para su impresionante escena final, el caso es que durante el primer acto se notaron tiranteces y estrangulamientos en las notas superiores. Pero su musicalidad y su línea de canto se acabaron por imponer, sobre todo en las cavatinas, pues en las cabaletas mostró incomodidades en las rápidas escalas descendentes. Su actuación culminó con ese cierre de tercer acto en el que Elisabetta se da cuenta de que ha sido víctima de su propia insidia, momento en el que la soprano estuvo simplemente soberbia. Como su rival, Herrera prestó su bello timbre de terciopelo y su manera de frasear a una interpretación muy implicada en lo dramático, pero en la que también se pudieron apreciar estrechamientos y sonidos abiertos en la franja superior. Vasallo nos recordó al mejor Bruson por color y por expresividad, tanto en el delicado legato como en los pasajes de bravura o en los esos nobles sentimientos de amistad que tanto se adelantan a la defición del barítonio verdiano y en los Vasallo ofreció su denso timbre y su línea de canto.

Espléndido grupo de secundarios (especialmente Alejandro del Cerro) y muy compacto y brillante el coro, que ha sabido recomponer su sonido tras la importante renovación de sus integrantes en los últimos meses gracias al buen hacer de su director, Íñigo Sampil. Y de la producción cabe alabar su iluminación (que obviaba los inconvenientes de un escenario negro), su vestuario ucrónico y su definición del personaje de Elisabetta como una tarántula devoradora que acaba siendo ella misma presa de sus propias insidias e inseguridades.

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