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Eros desencadenado

Zarzuela con música de José de Nebra y libreto de Antonio Zamora. Cantantes: Yolanda Auyanet, soprano (Liríope); Clara Mouriz, mezzosoprano (Céfiro); Beatriz Díaz, soprano (Amor), Ruth González, soprano (Delfa); Gustavo De Gennaro, tenor (Marsias); Mercedes Arcuri, soprano (Ninfa). Actores: Isabel Rodea (Fedra), Marta Megías (Delfa), Silvia Álvarez (Liríope), José Juan Rodríguez (Marsias), Alberto San Juan (Antenor), Víctor Massán (Céfiro). Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta Barroca de Sevilla. Director musical: Alan Curtis. Director de escena: Andrés Lima. Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan. Iluminación: Valentín Álvarez. Coreografía: Sol Picó. Lugar: Teatro de la Zarzuela de Madrid. Fecha: Viernes 17 de mayo. Aforo: Casi lleno.

Día importante para la Orquesta Barroca de Sevilla, por primera vez en un foso madrileño, además de la relevancia del Teatro de la Zarzuela. Se ponía en escena Viento es la dicha de amor, una zarzuela en dos jornadas estrenada en 1743 con música de José de Nebra sobre un libreto de principios de aquel siglo original de Antonio Zamora, que fue retocado para la ocasión.

La apuesta del coliseo madrileño fue arriesgada. Para la puesta en escena se contó con Andrés Lima, director del grupo teatral Animalario, y Lima hizo lo mismo que ya hiciera Nebra en su día, cambiar el texto, aunque de forma mucho más radical (ha pasado mucho más tiempo desde su primera publicación). Mantuvo tal cual las partes cantadas, pero eliminó los diálogos, sustituidos por poemas de grandes escritores españoles del siglo XX y de Calderón de la Barca, todos ellos unificados por el tema de la obra a la que venían a servir: el deseo.

"El gozo es el principio y el fin de una vida dichosa", dice uno de los personajes en el arranque de la función, y sobre eso, sobre el gozo, pero también sobre el dolor y el sufrimiento provocado por el amor y la pasión, gira toda la producción. La ambientación, en un balneario suizo de nuestros días, carece de relevancia, como los elementos escenográficos o el vestuario: sobre ellos, el dramaturgo logra su objetivo de hacer que el amor carnal emerja de la escena con una fuerza arrolladora. El erotismo lo impregna todo hasta el exceso, exceso no tanto por ese despliegue de cuerpos desnudos y semidesnudos entrelazados, deseados y deseantes (¡cómo negar su belleza!), que alguno entendió que rozaba lo pornográfico (en versión softcore, claro), sino por la abrumadora insistencia en ocupar de forma casi permanente todos los espacios visibles del escenario con acciones secundarias, vinculadas a la temática de la obra, sí, pero que distraía obsesivamente de la línea principal, singularmente, de la musical. El doblaje de los cantantes que interpretaban los papeles principales por actores, la presencia de un conjunto de bailarines y del coro y el movimiento constante de esa masa humana causó no poca perplejidad y desconcierto, aunque paradójicamente resultó el aspecto más barroco de una propuesta que elude toda pretensión de realismo arqueológico o historicista.

Buen trabajo de actores, que hubieron de demostrar no solo dotes interpretativas, sino también atléticas, aunque algún recitado quedó por debajo de las expectativas (Alberto San Juan, por ejemplo, dijo el No decía palabras de Luis Cernuda de forma muy primaria). La coreografía de Sol Picó, aun con momentos de hermosa estilización, incidió en la sensación de constante ruido escénico, un horror vacui que perjudicó a la música. Algunos (pocos) gritos de desaprobación cuando Andrés Lima salió a saludar fueron indicativos de un malestar entre el público que en algún momento pareció iba a ser mayor. La apuesta escénica es en cualquier caso audaz, y será polémica, pero no me pareció ni caprichosa ni de mal gusto.

La OBS se encontró con el inconveniente de una acústica demasiado seca, que la perjudicó, y con una batuta, la de Alan Curtis, de una rigidez y una sosería que la perjudicó aún más. Aunque remontó ligeramente el vuelo en la segunda parte, el veterano maestro americano hizo una versión rutinaria, plana, poco vivaz, ayuna de contrastes y de chispa dramática. El conjunto sevillano, que contó por primera vez con Dmitry Sinkovski, violinista extraordinario, como concertino, rindió a un nivel aceptable, pero lució poco. Correcto, sin alharacas, el coro titular del teatro. En el reparto vocal, esencialmente femenino, se coló alguna voz no muy familiarizada con el repertorio barroco. Yolanda Auyanet y Mercedes Arcuri (una de las valquirias de la producción de La Fura en el Maestranza hace dos años) son voces en exceso vibradas, con algún problema de la primera en los graves y con una proyección problemática de la segunda, por una emisión demasiado trasera. Más adecuadas resultaron Beatriz Díaz, vivaracho Amor, voz limpia y solar, y la mezzo Clara Mouriz, voz pequeña, pero que alcanzó uno de los momentos más conmovedores de toda la obra con su Selva florida, aria del principio de la Segunda Jornada, que cantó con fraseo delicadísimo y notable implicación expresiva. En el típico dúo de graciosos del teatro musical español de la época cumplieron Ruth González y Gustavo De Gennaro. La obra seguirá en escena en días alternos hasta el 31 de mayo.

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