JUAN PÉREZ FLORISTÁN | CRÍTICA

El tiempo que pasa en un piano

Juan Pérez Floristán en Santa Clara

Juan Pérez Floristán en Santa Clara / Francisco Roldán

Hace un año que Juan Pérez Floristán debía haber sido el artista residente del Femàs con tres apasionantes citas en formato de cámara, en solitario y con orquesta, en la que debería haber sido su presentación sevillana como intérprete de un fortepiano de época. Todo lo truncó la pandemia en mitad de los ensayos. Pero al menos una de aquellas propuestas ha podido ser recuperada en las postrimerías de esta edición del certamen, aunque sea para un selecto puñado de afortunados que lo han podido disfrutar en vivo y otros tantos en streaming. Una experiencia excepcional, sin duda, la de ver cómo uno de los artistas de mayor carisma del pianismo español del momento se enfrentaba al reto de interpretar la música de Beethoven y Schubert en un instrumento de época. En este caso un Broadwood (la marca preferida de Beethoven por su robustez) de los años 30 del siglo XIX con unos graves de especial nitidez y claridad (algo esencial para Beethoven), pero con una última octava más desvaída, de sonido menos definido, pero a la que Floristán supo sacar tonalidades muy delicadas merced a un sutil juego con el pedal una corda, consiguiendo colores cercanos al salterio o al arpa.

El pianista sevillano mostró haber entendido perfectamente las peculiaridades del instrumento y amoldó su interpretación de tal manera que consiguío una serie de versiones plenamente idiomáticas y llenas de significación expresiva. Optó, en consecuencia, por dinámicas más bien morigeradas, sin forzar nunca los ataques en un instrumento que, de otra manera, habría emitido un sonido confuso y saturado. Ello no supuso privar al discurso musical de los necesarios contrastes; todo lo contrario, le permitió indagar en las posibilidades de las gamas dinámicas entre el forte y el piannisimo. En la sonata nº 18 mostró una articulación clara que se recreaba en la acentuación de apoyaturas y mordentes, sin pasar nunca los límites de un somero legato y con unos pasajes arpegiados en los que cada nota era perfectamente apreciable. En un estilema tan netamente beethoveniano como el subito piano Floristán se recreó alargando levemente la última nota en forte y dejándola sonar antes de atacar en piano la siguiente, con un efecto expresivo sensacional.

La Appassionata fue abordada con un sonido de mayor densidad merced a un mayor énfasis en la mano izquierda y a saber jugar a su favor con el maravilloso registro grave del instrumento. En consecuencia, fue la suya una versión más reflexiva que dramática, con ataques de energía controlada en la que los pasajes más líricos adquirieron protagonismo en un fraseo fluido, sostenido sobre una pulsación clara y bien articulada. Quizá fue la Wanderer-Fantasie la pieza en la que más se evidenciaron las insuficiencias del Broadwood en materia de agudos, pero Floristán supo sacarle partido a los juegos de colores de los pedales, con momentos de suma delicadeza casi mágica, como los que emergieron en la enunciación del tema del lied que da nombre a esta fantasia. El pianista se recreó a lo largo de la obra en mostrar toda la gama de matices dinámicos del instrumento, especialmente la claridad en la exposición de las voces, cantos y contracantos en el pasaje fugado final. El tiempo se detuvo, fluyó hacia el pasado y regresó hasta el presente en un vagar sin rumbo pero con una continua interrogación sobre la vida.

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