Filosofando en común

En 'La batalla de las cerezas', Günther Anders regresa al pasado para, entre la memoria y la poesía, recuperar los diálogos con Hannah Arendt, su esposa durante varios años.

Günther Anders y Hannah Arendt, recién casados (Berlín, 1929).
Günther Anders y Hannah Arendt, recién casados (Berlín, 1929).
Alfonso Crespo

21 de abril 2013 - 05:00

La batalla de las cerezas. Günther Anders. Editorial Paidós. Barcelona, 2013. 18,90 euros.

Con el engañoso subtítulo Mi historia de amor con Hannah Arendt (que sustituye al veraz y literal Dialoge mit Hannah Arendt del original) se edita entre nosotros el bello opúsculo que el filósofo Günther Anders empezó a componer al enterarse, allá por 1975, de que la afamada pensadora, su primera esposa entre 1929 y 1937, acababa de fallecer. La batalla de las cerezas, que vio la luz casi una década después, no supuso en su día, ni lo hace hoy, confesión alguna de intimidades, sino algo así como un ejercicio de revelación, un "hacer explícito" el profundo vínculo que los relacionó y que era irreducible al amor; lo que quizá también pudiera ser expresado como un pequeño y ciertamente cariñoso ajuste de cuentas del sufrido intelectual a la celebrada escritora. No se trata de poner en duda la versión oficial -que corroboran testigos, cartas y documentos- que tiene a Anders de perpetuo enamorado de Arendt y a ésta de pragmática aventurera que vio en el primero una buena y momentánea ocasión para escapar y suturar la herida de su verdadero amor, Heidegger, bajo cuyo magisterio ambos se conocieron, pero sí de reflexionar sobre los otros motivos que, junto a los de la memoria afectiva, empujan a un hombre a volver la vista atrás más de cuarenta años y poner a funcionar su "imaginación reproductiva", estetizando el pasado. Pues este flashback no los coloca en la refriega amorosa, sino en una intelectual, expresada en el género literario y filosófico predilecto de antiguos y humanistas, el diálogo, con los contendientes separados por un cesto de cerezas, acaso la única nota de color en el diminuto piso de Drewitz que acogió el apogeo de su relación.

Demiurgo y orquestador de un recuerdo más poético que verdadero, allí, en el balcón, Anders es quien más habla -además de ser el que, en todos los sentidos, tiene la última palabra-, desplegando su asistemático y combativo nihilismo para convencer y provocar a la "profunda, insolente, alegre, mandona, melancólica y danzarina" Arendt, muy joven por entonces y ya experta en San Agustín, que frunce el ceño, se indigna y protesta más que rebate. Es entonces, en 1930, que el futuro autor de La obsolescencia del ser humano despliega ante la futura autora de La condición humana su teoría, extraída de Leibniz y aún poco madura, del hombre como "mónada sin ventanas", encerrado en sí mismo y despreocupado del prójimo, una especie más entre otras que la fanfarronería precopernicana de los metafísicos (y en este saco cabían, para Anders, de Hegel a Heidegger, pasando por Marx o Nietzsche) aún seguía declinando en singular, obturando su carácter biológico, sus particularidades y multiplicidades, y así contribuyendo a un lamentable corolario político-social: el de la opresión de unos pocos privilegiados sobre la mayoría. Son los poderosos, por consiguiente y según esta manera de pensar, los que se aprovechan de esa concepción platonizada y neutra del ser humano, demonizando la lucha de clase y las reivindicaciones de los humillados, a los que, para mayor ignominia, se reclama como pueblo unitario cuando hace falta. Anders, cuatro años mayor que Arendt, había participado en la Primera Guerra Mundial con sólo 16 años, y se presenta aquí mucho más politizado que su esposa, a la que dejan boquiabierta y rebelan las informaciones que el primero le ofrece sobre el comportamiento de muchos intelectuales cuando el emperador Guillermo, en 1914, aún hablaba del "estallido de una guerra que nos obligan a librar". Son nombres de la talla de Max Reinhardt, Georg Simmel o Max Scheler, a los que Anders, en un vibrante y vigente apartado, califica con la esclarecedora etiqueta de "putas gratis", equiparando su comportamiento al de los más ciegos e indignos, al de todos aquellos entusiastas "que se anticipan a las órdenes".

Así, y como subraya Christian Dries en Günther Anders y Hannah Arendt: esbozo de una relación -el ensayo que acompaña en la edición a La batalla de las cerezas-, más provechoso que elucubrar las razones íntimas, siempre misteriosas y a la fuerza escurridizas, que mueven a Anders a regresar a esta arena dialéctica es advertir que la escena primigenia puede estar hablando de otro matrimonio, uno de las ideas y no ya de los cuerpos, que no habría acabado en divorcio pese a soportar a su vez tensiones y diferencias. Para ello bastaría con rehabilitar a Anders en relación a Arendt, asumir la deuda de ésta con el ex-marido en lo que respecta a su iniciación en la antropología filosófica, y celebrar los periódicos diálogos intelectuales in absentia -por ejemplo con respecto a la figura de Eichmann- de ambos. Es así, en el encuentro "del crítico de la técnica Günther Anders" y la "estudiosa del totalitarismo Hannah Arendt" -o lo que es lo mismo, "del pesimista filósofo de la bomba atómica" y "la melancólica muchacha venida de lejos"-, que sus figuras singulares se engrandecen y aún pueden, todavía y más hoy, ayudarnos; ellos que, desde distintos frentes, nos aleccionaron hace décadas sobre los males de la modernidad tecnificada, la que nos iría degradando y separando del trabajo; la que comprometería, en definitiva, la presencia humana en el mundo. Justo ahí, ahora sí, es preciso que haga entrada el amor, una vez asumida nuestra condición insignificante y reducida frente a máquinas y objetos, pues la regeneración sólo puede llegar de ese lugar, del asombro ontológico por estar vivos aquí y ahora -el amor mundi- y del subsiguiente reconocimiento del prójimo, de la mónada vecina con la que compartimos belleza y desgarro.

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