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Cultura

Formas de lo español

  • Calvo Serraller analiza los temas y afinidades que han hecho del arte de este país un fenómeno singular e identificable dentro de la tradición europea.

La invención del arte español. Francisco Calvo Serraller. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2013. 178 páginas. 23,90 euros

Kenneth Clark, en su célebre y sumaria Civilización, no advierte sin embargo ningún motivo para calificar a la cultura española como civilizada. Encuentra ciertas obras prominentes, ciertos hallazgos perdurables, pero no halla, con la grave displicencia del erudito, aquella tupida red de vínculos socio-económicos y culturales que parecen dar sustento al orbe civilizado. Éste pudiera ser, en apariencia, el punto de partida de la presente obra: el arte español como invento, como obra del XIX romántico, y no como fruto de una realidad ancha e inapelable. No obstante, la intención de Serraller, buen conocedor de la historia del arte española, responde a otra necesidad de muy diversa índole. Dicha necesidad no es otra que la de recordar que, si bien el arte español (y el de cualquier otra nación), es un invento de la erudición ilustrada y el idealismo romántico, existen ciertos temas comunes, ciertas fórmulas estables, que aún así se repiten a lo largo del tiempo, dando cuerpo a una vasta y compleja tradición pictórica.

En el prólogo a la obra, Serraller abunda en este carácter histórico del arte nacional, señalando su origen tanto en la invención del museo moderno, obra de la Revolución francesa, como en el ideario nacionalista que seguiría, ya en el XIX, a la expansión de la famosa tríada: liberté, egalité, fraternité, diseminada por Bonaparte en sus conquistas imperiales. En efecto, la propia idea de un museo nacional exige ya una ordenación cronológica y una separación temática, cuyas categorías más inmediatas son los periodos artísticos y las escuelas nacionales. Por otra parte, el pensamiento de Herder, y antes el de Hamann, inclinarán al siglo decimonono sobre el concepto del carácter nacional y los estudios folclóricos. Desde este perspectiva, a un tiempo cronológica y determinista, hay que entender la precisión de Manet, cuando señala, en 1865, la crucería mayor de la pintura española: el Greco, Velázquez y Goya. Sobre estos tres pintores se construirá (junto con Murillo), la imagen del arte español en el XIX y el XX. Un arte casi desconocido en toda Europa, y cuya recuperación respondía a un asunto, a una inquietud también romántica: el hallazgo en dicha pintura de ciertas categorías que vuelven a interesar al siglo: la pasión, la individualidad, el espíritu, todo ese orbe de lo irracional y misterioso -la vieja huella de lo sagrado-, que el Siglo de las Luces pensaba ya abolido para siempre. Así pues, y como nos recuerda Calvo Serraller, el concepto de arte español vino determinado por cierto escalofrío de infinitud que sacudió las grandes inteligencias del XIX (Baudelaire y Gautier con Goya, Barres con el Greco, el mencionado con su Manet con su friso de maestros), y cuyo influjo llegaría sin modificación alguna, no sólo a la generación del 98, aún vivo el asombro del redescubrimiento del Greco, sino a las propias vanguardias de entreguerras.

Partiendo de esta premisa inevitable, Calvo Serraller se encomienda la tarea de revelar ciertas afinidades y temas de la pintura española que, a la postre, la han configurado como un arte singular y plenamente identificable dentro de la tradición europea. Dichos temas podrían ser los bodegones, los retratos infantiles, el tratamiento de la mujer, la vasta angeleología del Barroco, los crucificados, los monjes, la teratología (enanos y bufones de Corte), la domesticidad, el paisaje, la ausencia de desnudos y otros motivos afines. Como se advierte, buena parte de tales temas obtienen su singularidad del diferente camino que la religión tomó tras la Reforma de Lutero y el Concilio de Trento. Así, si la Protesta adoptó una postura iconoclasta, que a la larga propiciaría la gran pintura holandesa del XVII, el catolicismo trentino insistió en la representación del martirio y las escenas sagradas, como forma de esparcir eficazmente, plásticamente, la semilla de la fe de Roma. Que esta divergencia doctrinal sea el origen del secular olvido en que cayó España y lo español queda, no obstante, menos claro. Habría que sumarle a tales cuestiones la emergencia de nuevos imperios (éstos sí civilizados, según Clark), que apartarían a España de la carrera por la industrialización y las economías de escala. Sea como fuere, es en ese orillamiento del XVIII y el XIX donde se agrava la singularidad de la pintura española. Y es ese mismo olvido, más la supuesta pervivencia de unas costumbres arcaicas, el que a la vuelta suscitará el interés de una Europa sumida en el spleen baudeleriano y el comfort londinense.

¿Qué ocurre, sin embargo, con la pintura española después de Goya? ¿Hay una pintura española como tal? ¿Puede catalogarse a Picasso como pintor español, netamente reconocible? La segunda parte de este ensayo viene dedicada a mostrar, no sólo la continuidad de la tradición hispánica en la obra de Picasso, sino el numeroso cuerpo de influencias, desde Ingres y Puvis de Chavannes a la pintura de El Greco, que le permitieron abordar una de las empresas más formidables y proteicas del siglo XX. Así, lo distintivo de Picasso no es tanto su españolidad (indudable, en cualquier caso), como la revitalización, el abierto diálogo que mantuvo con la pintura y el arte, tanto europeo como primitivo, y cuya asimilación fundamenta una obra que es, a un tiempo, expresión vanguardista e Historia del Arte. En este sentido, el rasgo más español de Picasso sea ese mismo que se patentiza ya en Velázquez y Goya: cierta humanidad desgarrada y exánime; la proximidad, a veces monstruosa, a veces trémula y desguarecida, de lo humano.

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