Cultura

Genealogías de la pintura de paisaje

  • 'El paisaje nórdico en el Prado', en el Bellas Artes, ofrece buenos motivos de reflexión sobre la evolución del género.

Rubens, Brueghel, Lorena. El paisaje nórdico en El Prado. Museo de Bellas Artes. Plaza del Museo, 9, Sevilla. Hasta el 2 de junio.

De la calidad de los cuadros de esta muestra disfrutarán los aficionados a la pintura. Si además se interesan por la genealogía del paisaje, encontrarán en la exposición buenos motivos de reflexión. Es el doble filo de este trabajo que, sobre fondos del Museo del Prado, ha realizado la comisaria Teresa Posada Kubissa. Los textos del catálogo (todos escritos por ella) y sus imágenes prolongan y completan la doble dimensión de la muestra.

Una visión lineal resumiría la exposición subrayando cómo gana protagonismo la imagen de la naturaleza: tras desprenderse de valores simbólicos, característicos de la época anterior, las obras reducen la importancia de la historia (escenas mitológicas o religiosas) para mostrar la potencia del bosque, las dilatadas llanuras o la fuerza del mar. El Paisaje alpino de Verhaecht es aún una meditación que contrasta arquitecturas humanas, recias y ordenadas, con la desmesura de unas montañas (hijas de la fantasía) que las subyugan y dominan. Desde esa pieza, aún simbólica, hasta el gran bosque de Rubens en Atalanta y Meleagro transcurre una gran distancia. La obra de Rubens no piensa sobre la naturaleza, sino que la hace hablar, le da la palabra. Advierte en ella una apasionada vitalidad, análoga a la de las figuras de los cazadores del jabalí de Calidonia, pero éstas, por su escala, están inmersas en una energía superior, la de los grandes árboles cuyos perfiles vibran en la luz. Con esto, al locus del bosque, firme anclaje de la pintura nórdica, se une el legado italiano, la luz. Algo que en esos años indagaban en Roma otros autores nórdicos, Both, Swanewelt o Claudio de Lorena, fijando una idea de paisaje que se convertiría en clásica.

Esta visión es sin embargo apresurada. Obvia el proceso por el que la imagen de la naturaleza va cobrando poco a poco fuerza: deja de ser fondo de figuras fabulosas, cortesanas o familiares para mostrarse en los rudos perfiles de las montañas, siempre suavizados por la luz (Teniers el Joven), la fecundidad del bosque, en que la saga de los Brueghel ve grandiosidad y a la vez acogida, y las amplias llanuras que en escenas aldeanas, jardines reales o empresas militares son auténticos retos espaciales para el pintor. Así se advierte sobre todo en Asedio de Aire-sur-le-Lys de Snayers, donde las desharrapadas tropas parecen absorbidas por una inacabable llanura, construida por una amplia gama de blancos y azules, en la que la nieve reduce las defensas de la ciudad sitiada a poco más que información planimétrica.

Estos paisajes no son en rigor naturalistas. Es cierto que los autores observan, recogen numerosos detalles y hacen apuntes del natural, pero todo ello lo emplean después con la mayor libertad porque lo que de veras les interesa es construir una imago de la naturaleza que es sobre todo la de su relación poética con ella (a veces enriquecida con los hallazgos de otros autores que conocen mediante grabados). Tal construcción responde a esquemas relativamente estables pero fértiles: elevado punto de vista y alternancia de planos paralelos de gama cada vez más fría, que a veces se ciñen por elementos verticales colocados a cada lado del paisaje. Si esta fórmula contiene elementos del paisaje árcade, la forma clásica que madurará, como dije antes, en Roma, los rasgos más apasionados de esta imago poética de la naturaleza se desarrollarán por los grandes paisajistas holandeses de los que la muestra ofrece escueta noticia, ampliada sin embargo en el catálogo.

Aunque evitan el naturalismo, los autores expuestos no rehúyen la información. Así se advierte en Snayers, dando cuenta de las defensas de la ciudad cercada, en el ritual de la Boda campestre, en el casi ritual de Mercado y lavadero en Flandes (ambos de Jan Brueghel el Joven, interviniendo en el segundo Joos de Momper el Joven) y en las arquitecturas de los palacios reales de Coudenberg y Tervuren en Bruselas. Este afán de información se aprecia también en Jan van Kessel el Viejo: los breves retablos dedicados a África y América de Las cuatro partes del mundo ofrece las especies de ambos continentes en un catálogo donde la historia natural aún alterna con las figuras de antiguos bestiarios.

La muestra tiene pues considerable interés. Se echan de menos cuadros que aparecen en el catálogo, como Bosque de Simon de Vlieger (que explicaría mejor el paso a la paisajística holandesa) o Paisaje con una monja mercedaria de Claudio de Lorena (completaría las obras hechas en Roma). Ausencias que reiteran la falta de espacio para muestras temporales que padece el Museo de Bellas Artes que tambien la evidencia esta exposición que exigiría un lugar donde el visitante pudiera conocer y consultar los textos más significativos que aparecen en la amplia bibliografía del catálogo.

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