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De libros
'Todo Ubú'. Alfred Jarry. Trad. Julio Monteverde. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2018. 512 páginas. 26 euros.
"Con este sistema haré fortuna rápidamente, y entonces mataré a todo el mundo y me iré". Palabra drástica del Padre Ubú, programa radical para la solución de conflictos: matar a todos y a otra cosa. Así habló esta excrecencia hipertrofiada -en lo físico y en lo moral- del ser humano, ya que según Alfred Jarry (1873-1907) no debíamos ver en él sino a nuestro "infame doble", ese "ser innoble, y [que] por ello se parece (por abajo) a todos nosotros".
Ubú, en todo caso, no ha dejado de perseguirnos, y no sólo porque lo llevemos dentro como pequeños dictadorzuelos en potencia o seguidores entontecidos de ridículos jerarcas, sino porque habita íntimamente la totalidad de nuestra existencia, todos los papeles a los que nos podemos ver abocados en el teatro-mundo. A nadie se le escapa, por otro lado, que las divertidas e inolvidables páginas teatrales y de intervención del fugaz Jarry resultan ahora más vivas que nunca, justo cuando los principales gobernantes del mundo parecen grotescas caricaturas de la sed de poder y la banalización del mal que representó el orondo personaje. Así Jarry, que anunció el teatro del absurdo y las transgresiones del dadaísmo y el surrealismo, habría acertado póstumamente en su defensa de la condición escénica (y en cierta medida extraliteraria) de su personaje-títere: una obscenidad encarnada que debe sorprender nuestra vista antes que ser diseccionada en el análisis de un libro, y que ya parece engullida por la actualidad multipantalla, donde nuestros presidentes, renovados Grandes Maestros de la Orden de la Panza, sueltan sus máximas breves y atolondradas.
Esta excelente y cuidadísima recopilación, en nuevas traducciones, del ciclo Ubú (Ubú Rey, Ubú cornudo, Ubú encadenado, Ubú en la colina), que recoge además de las versiones de las obras de teatro otros documentos inéditos -como los asombrosos y heterogéneos almanaques ilustrados del Padre Ubú- así como fragmentos y textos de Jarry alrededor del polivalente personaje, permite, además de reír y asumir las implicaciones de las procelosas aventuras de este "dios salvaje", asomarnos a un olvidado escritor y, a través de su particular work in progress, a un generoso esplendor de la escritura que merece ser recordado.
Como explica y argumenta con tino el editor y traductor Julio Monteverde en el fabuloso prólogo, lo que empezó como una "broma formidable" -la arraigada costumbre entre los alumnos de un liceo de Rennes de reírse de las maneras y fisonomía de un profesor de Física, Félix-Frédéric Hébert, luego transformada en gen creativo de un disparatado ciclo mitológico excitador de historias inventadas colectivamente- desembocó, gracias a la intervención decisiva de Jarry, en un complejo y revolucionario gesto artístico que agujereando la separación entre obra y vida llevó al teatro las agresiones que contra las formas establecidas se habían experimentado en las demás artes.
El encuentro de esta desconsiderada tradición con Jarry, el asiento y singular desarrollo de lo que fue la alocada recreación del proceso del mito -la anécdota real y sobre ella la expresión de un colectivo que vuelca en el esquema las historias que articulan sus temores, deseos y esperanzas- añade, como apuntara Henry Béhar y aquí ratifica y amplía Monteverde, un suplemento de libertad escritural que recuerda al emprendido por otro efímero poeta, Lautréamont, bajo el subterráneo mandato sadiano según el cual todo debe pasar por la palabra. Si el uruguayo Ducasse también reaccionó contra su profesor de retórica con los inflamados cantos de Maldoror para luego, sin solución de continuidad, cantarle al bien en sus últimos poemas, Jarry contribuiría a la conversión del físico Hébert en el desmedido dictador patafísico, para más tarde hacer de él, en Ubú encadenado, su ridícula contrafigura, un grotesco vasallo en busca de quien quisiera ser el amo de su deseada esclavitud. En definitiva, tanto Lautréamont como Jarry siguieron escribiendo para reincidir en un pecado mayor del que les acusaban los críticos, lectores, espectadores y moralistas escandalizados: el de la independencia y libertad absolutas que asume la palabra cuando decide decirlo todo, síntesis del fatuo combate entre bien y mal que alumbra un más allá de los contrarios donde las sombras de nuestra identidad se ponen verdaderamente al descubierto.
Con este díptico más la oscura y regocijante Ubú cornudo; con los títeres de Ubú en la colina, médiums de la infancia que debían arrancarnos del aburrimiento del teatro; con la explosión calidoscópica que experimentó el personaje en los suculentos almanaques donde Ubú -ahí su verdadera y callada importancia- se infiltraba en la cotidianidad del año, en las tradiciones e informaciones; con sus crudos neologismo y voluntad abofeteadora, Jarry el breve llegó para quedarse. Ante nuestros bajos instintos, idiotez inveterada e "ideales de gentes que han cenado bien" (Catulle Mendés), quedó instalado el espejo blandido por otro triste imbécil, quien desde su impersonalidad grotesca aún nos sacude con la revelación de la hermandad secreta que a él nos une.
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