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Cultura

La Ilustración y el fosfato

  • Dijo Cunqueiro que el hombre ha puesto más imaginación en la cocina que en el amor o la guerra, y este divertidísimo libro de Savarin viene a darle la razón.

Fisiología del gusto. Jean-Anthelme Brillat-Savarin. Book4pocket. Barcelona, 2014. 346 páginas. 8 euros.

Para desolación de los vegetarianos (herbívoros los llamaba Camba, como buen aficionado al roastbeef y a la pinta de cerveza tostada), habrá que señalar que fueron Da Vinci y Botticelli quienes practicaron por primera vez tal tipo de cocina, llegando incluso a fundar un restaurante, La Enseña de las Tres Ranas, del que tuvieron que salir apresuradamente por el descontento, algo virulento y expeditivo, de la clientela. Tampoco tuvo Da Vinci mayor suerte con sus ingenios culinarios; su máquina de picar reses, profusamente acuchillada, se mostró tan inoperante en las cocinas como útil en el campo de batalla, cuando su protector, Francisco I de Francia, la utilizó para desmembrar enemigos en un espantoso adelanto de la caballería mecanizada del siglo XX. Quiere decirse, pues, que la gastronomía, desde la Re Coquinaria de Marco Apicio, ha tenido precursores y anotadores varios, siendo lo cierto que La fisiología del gusto (1825), del jurista y erudito Jean Anthelme Brillat-Savarin es, no sólo el primer tratado de gastronomía que conocieron las imprentas, sino una de las obras más divertidas, inteligentes y maliciosas que el lector puede encontrar en materia de fogones; y ello al margen de que el lector se halle interesado en la ciencia de las marmitas, pues de una ciencia, de una verdadera ciencia -y he ahí la audacia de Savarin- se trata.

"Para desempeñar la tarea propuesta -dice el autor en su Prefacio- ha sido necesario que me convierta en catedrático de física, química, fisiología y en una persona bastante erudita". También señala el autor, en sus Aforismos de catedrático: "Los animales pacen, el hombre come; pero únicamente sabe hacerlo quien tiene talento". Con esto evidencia, por si aún no queda claro desde el título, que Brillat-Savarin, al establecer una fisiología del gusto, concepto y categoría heredada del Barroco por el XVIII y el XIX, está estableciendo de igual modo un saber ordenado, mesurable, inteligible y exacto. "La cualidad indispensable del cocinero es la exactitud", dice Savarin en otro de sus aforismos; exactitud que aquí equivale a puntualidad, pero que es extensible, de modo obvio, a cuantos procesos, tratamientos y modificaciones es sometido el alimento crudo hasta llegar, fragante y ordenadamente, a la mesa. Si Vatel es la gran cocina, desmesurada y copiosa, del Seiscientos; si Carême, el cocinero de Talleyrand, es la gran cocina neoclásica, Brillat-Savarin, que escribe a primeros del XIX con la ligereza y el prurito ilustrado del Ochocientos, es ya el estudioso que apronta un rigor, un análisis, una mecánica, a cuanto los siglos precedentes han acopiado de modo más o menos azaroso. Ése es, nada menos, que el formidable logro de esta obra divertidísima y admirable: poner a la manera de Linneo, cuando clasifica las especies en su Sistema Natural, un orden y una prelación, no sólo en los procesos alimenticios del ser humano, sino en los mecanismos que dirigen el gusto.

Así pues, si el auge actual de la gastronomía le debe mucho a los fosfatos (sin los pesticidas, la abundancia y la variedad de alimentos que disfrutamos desde los años 60, a un precio bajo, sería inimaginable), la ciencia gastronómica, su precisa invención, es hija de Les Lumiéres dieciochescas. Recordemos que Vatel, como buen barroco, se suicidó tras recibir a destiempo un pedido de pescado. A la cocina de la Ilustración, no obstante, le basta ya con calcular los tiempos, con advertir las calidades, con idear los utensilios oportunos y con revelar la composición química de las materias que luego irán a la mesa (asunto éste, el de la química, que Ferran Adrià no ha hecho sino poner, nuevamente, de relieve). Decía Cunqueiro, otro gastrónomo admirable, que el hombre ha puesto más imaginación en la cocina que en el amor o que en la guerra. Volviendo a Brillat-Savarin, habría que incluir una categoría, otro concepto más, plenamente ilustrado. Dicho concepto es el de la Felicidad. Y es la prosecución de tal fin el que debe dirigir tanto al cocinero como al anfitrión, cuando abra sus salones. Según Savarin, y aquí no es el científico sino el sabio, el humanista, el salonier mudando quien habla, "convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad en tanto esté con nosotros". Pocas palabras encontrará el lector tan hospitalarias, tan generosas, tan verídicamente humanas como éstas.

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